Nadie puede exterminar al niño que lleva dentro. Lo
intentamos a menudo y descubrimos que su salud y fortaleza están hechas a
prueba de bomba.
Una de las circunstancias en que se hace más presente es
a finales de vacaciones de verano; estuve a punto de escribir “a finales de
septiembre” pero hace tiempo que vencí el eurocentrismo y no tardé en recordar
a mis amigos uruguayos, entre otros, que andan por estas fechas, cagándose de
frío.
El niño que todos llevamos dentro se presenta por estas
fechas bajo la forma de buenas
intenciones. Cada quien elige las suyas. Yo debo ser algo dogmática, o
quizás sólo algo sentimental, pues las mías se repiten desde la más dura
infancia.
Mis buenas
intenciones consisten en “organizar mi vida” para superar el despiporre, el
ir y venir sin método, el hacer las cosas a salto de mata y un largo etcétera
de arbitrariedades domésticas.
En realidad no me hago muchas ilusiones y la prueba más
palpable consiste en que, con el paso del tiempo, mis buenas intenciones se han ido reduciendo hasta la mínima expresión.
Atrás quedaron los tiempos en que todos los viernes de verano, cuando
acompañaba a mi madre al cementerio de Granada en sus promesas interminables,
mis buenas intenciones eran sólo
comparables en número al de chantajes planteados a Dios al final de cada curso
académico.
Aquel Dios de la infancia era estupendo. Yo le decía:
-Dios mío, si apruebo el curso te prometo que en el próximo estudiaré todos los
días, te prometo que no fumaré, que no volveré a leer el libro de Amado Nervo
escondida debajo de la cama, que no volveré a cabrearme con la abuela Concha,
que no saltaré las escaleras de siete en siete, que no comeré cebolla con pan,
que no beberé el vinagre a hurtadillas, que no desearé morirme cuando la pena
me acongoje, que no volveré a perder el tiempo en el colegio escribiendo cartas
interminables a Kirk Douglas…
Aquel Dios de la infancia era estupendo porque me
escuchaba y la prueba más clara consistía en que siempre aprobaba el curso.
Aquel Dios de la infancia era estupendo porque nunca se cobraba las deudas. Y,
después de las buenas intenciones,
que pretendían ser la otra cara de las promesas hechas, cada quien volvía a sus
asuntos cotidianos.
Aquel Dios de la infancia fue estupendo pero desapareció.
Por eso, ahora, hay que ser más precavidos y medir con meticulosidad el número
de las buenas intenciones, si es que
no queremos hacer el ridículo ante nosotros mismos y perder una porción más de
nuestra ya deteriorada autoestima. No somos más que espantapájaros a los que no
respetan los gorriones; trapos tendidos que la brisa mueve y moja la escarcha.
Nuestra vida es como una patera a la deriva que bañistas bronceados observan
desde sus sombreadas posiciones.
Mis buenas
intenciones han quedado reducidas a simples objetivos, palabra más fría y
madura: estudiar al menos un par de horas al principio de cada mañana, comenzar a escribir esa
novela que me ronda como una ilusión cada día más marchita y apuntar en la
agenda la fecha y hora exactas de todas y cada una de las reuniones a las que
deberé asistir.
¡Batalla ingrata! Pues desde el primer día comprobaré que
la agenda se ha convertido en un enemigo invencible. Para empezar, nunca se
encuentra donde debiera estar y por más que me empeñe en sistematizar su
presencia, su localización resulta siempre una guerra de posiciones. Si yo
estoy arriba, ella está abajo o viceversa. Si yo me encuentro fuera, ella,
seguro, se hallará dentro o viceversa.
He probado multitud de estrategias. Agenda-pequeña cuyas
letras y números no puedo leer sin lentes; agenda-grande cuyo peso jode mi
espalda si la llevo en la mochila; agenda-inexistente, en formato de papelitos
repartidos en bolsillos, vasos, lapiceros o ceniceros, que no encuentro cuando
suena el teléfono para recordarme lo que había olvidado; agenda-doble-triple,
que duplica o triplica el trabajo; agenda-pizarrón, pipirrana de números de
teléfono, citas, recetas de cocina, horario de medicamentos…
O será simplemente que septiembre es para nosotros los
mediterráneos el peor mes del año para las buenas
intenciones. Un mes de transición que oculta en su frondoso calendario de
días las más inusitadas sorpresas. Puede ser que haga un calor
“desproporcionao”, expresión que el joven Javi traduce como “que te cagas que te
pees”. Pero puede ser también, o al mismo tiempo, que la casa se llene de
visitantes y, como entenderán, en esas condiciones no hay forma de meditar las buenas intenciones. “Todo es posible en
Granada”, dice un refrán que seguro se refiere a acontecimientos trágicos y que
para el caso que tratamos es sinónimo de sorpresa.
Mis buenas
intenciones tendrán que compartir trinchera con las de Roque, empeñado como
todos los años en perder peso, caminar mucho, levantarse temprano y mil asuntos
que, como suele repetirme, “forman parte de sus derechos humanos”.
Distintas tareas de transición impedirán, además,
ocupaciones de mayor calado intelectual: la maldita parra que a punto está de
invadir la cocina; el traslado de plantas de un sitio para otro, guardar la ropa
de verano y todos sus estragos en forma de bañadores, toallas, sandalias,
cambiar la ropa de las camas… Resulta un verdadero tormento vivir en el mundo
subdesarrollante con cuatro estaciones anuales.
Este verano, de todos modos, ha resultado bastante especial
para bien y para mal.
Las sandías procedentes del infierno de El Egido
crecieron infectadas y tuvieron que ser arrojadas a los estercoleros,
convertidas en amorosa cuna para insectos y plagas. Esas sandías, teñidas de
sangre por la sobreexplotación de miles de trabajadores llegados en pateras, se
declararon en huelga y se hicieron incomestibles. Frente a ellas, ya
decapitadas, pudimos disfrutar de otras sandías, las de siempre, cultivadas sin
plásticos, con pepitas, como Dios manda, caras al principio y baratas al final
de la temporada.
Jon ha regresado a Nafarroa después de su prisión preventiva
decretada por el superjuez Garzón. En el pueblo de Arriba la familia Gorriti
sigue recibiendo amigos y compartiendo con ellos palabras y bebidas
fraternales. Cuando llamaron por teléfono pude hablar con Jon, el jovencito
barbilampiño que habíamos conocido años atrás, tímido, de pocas palabras. Tomé
el teléfono un poco asustada porque una cosa es escribir cartas y otra
enfrentarse a una conversación pero ésta fue “desproporcioná” y creo que ambos
pudimos comprobar que ya para siempre existirá una química especial entre
nosotros. Estamos tan poco habituados a la ternura que hemos olvidado sus
efectos devastadores.
El verano termina para mí con la constatación de una
derrota sin paliativos. Casi a punto de llegar a Ayacucho –entiéndase a la
batalla de igual nombre-, mi corazón se negó a seguir sufriendo y cerré el
libro. Mi amor por Bolívar se ha convertido en algo tan desmesurado que me
niego a compartir de nuevo la derrota final. Que Sucre haga lo que le salga de
los güevos, que Manuela siga provocando a diestro y a siniestro, que el
Libertador levante la pena de muerte a Santander por su complicidad en el
intento de asesinarlo, que siga tosiendo cuanto quiera, que delire de fiebre y
de proyectos…¡Que se vayan todos al carajo!
Hasta aquí llego y tiro la toalla y me digo: - ¡Al
infierno, también, las buenas intenciones!
Mejor será dejar las cosas como están. Para qué luchar contra la realidad de
que cada mañana al levantarme no podré hacer nada hasta que me haya fumado
varios cigarros y bebido varias tazas de café. Por qué oponerme con
intransigencia a la necesidad de estar pegada al ordenador hasta altas horas de
la madrugada; por qué suprimir las conversaciones en el gineceo con mis
vecinas; por qué renunciar al clima que crea alrededor de la mesa la botella de
vino que se comparte… al final, el mejor antídoto contra las buenas intenciones se despierta
disfrazado de esperanza. Esa es la solución: sustituirlas por esperanzas será
la mejor medicina. Y como una esperanza es algo tan complejo y tan concreto, no
tendremos tiempo de seguir pensando en entelequias.
Esta que suscribe seguirá soñando cada mañana en que el
indio taíno se acuerde de enviarle “besitos y ojitos” desde cualquier rincón de
la República Dominicana ,
por ejemplo.
Primera semana de septiembre
de 2001
Estaba completamente descolocado, sólo al final me he dado cuenta de que era de 2001.
ResponderEliminar¡Como pasa el tiempo!
Abrazos fuertes de un librepensador
Sí. Estoy revisando muchos materiales que tengo y que fueron escritos, en su día, como texto directo de correos electrónicos que enviaba. Un abrazo, Roete Rojo
ResponderEliminarRoeterojo, muy buenas las reflexiones. Aquí en la Provincia Oriental sigue el frío aunque amainando.
ResponderEliminarCreo que de buenas intenciones vivimos todos, aunque de éstas esté empedrado el camino al infierno. Un obra de teatro"Sopa de pollo con cebada" terminaba "si no peleás te vas a morir", lo decía una madre militante a su hijo a punto de claudicar.
Cómo extraño Granada !!
Un abrazo
Pues, Granada, querido oriental, te está esperando siempre. Para que la sarna te pique de verdad, te cuento que mañana nos vamos a la cueva Helena, en los Ventorros de Alhama... te añoraremos... y no es coña, un abrazo, Roete Rojo
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