(En relación a la de
2014)
Odio la navidad. Si busco en mi
memoria el rechazo viene de antiguo. Vivir la infancia en plena tardoposguerra
imprime carácter, me digo. Aunque en casa no pasáramos hambre, en el barrio, en
las calles que recorría camino de la escuela, sí que se hacía sentir y el dolor
humano me ha perseguido siempre desde que tengo eso que llaman “uso de razón”,
una garra cruel que atenaza mi garganta. Por eso, cuando oigo el discurso del
Pepe Mujica, en la última Cumbre de UNASUR, me siento tan identificada con él.
De aquellas
navidades de la infancia tengo, sin embargo, buenos recuerdos. Nos reuníamos en
casa de la Tía Juana ,
con sus cuatro hijos varones, mis primos; acudía también la
Tía María y el Tío Tomás, mis
padrinos, con el primo Rafa, y mi familia. Llegábamos caminando, con ese
frío que siempre defino como cuchillo fino que te corta la cara en rodajas.
Siendo yo la más pequeña me gustaba observar a los primos mayores quienes
siempre me dedicaban cariños y bromas. El Tío Curro y mi padre se achispaban y
se disfrazaban de mujeres, todos reíamos. Cantábamos villancicos picantes,
bastante heterodoxos y hasta blasfemos, si tenemos en cuenta el dogmatismo del
“nacionalcatolicismo”, ideología única obligada.
Me gustaba también el rostro que
presentaba durante esas fechas la ciudad del desamparo: las familias pobres y
los gitanos que vendían en sus calles las zambombas, los arbolitos de navidad,
las panderetas, alrededor de un caldero con unas ascuas de lumbre para
sobrevivir al frío … daban a la ciudad un ritmo nervioso y alegre.
Por desgracia siempre llegaba al final el día de los Reyes Magos. Nunca creí en esos señores barbudos que traían regalos y no sólo porque mi familia grande fuera republicana. Me parecía absurdo que tres hombres visitaran todas las casas del mundo, el mismo día a la misma hora. Además, para las familias pobres los deseos de los niños y niñas nunca contaban para esos señores barbudos. Llegaban siempre los calcetines, una muda de ropa nueva y cosas así, tan alejadas del muñeco que deseabas, de la cocinita soñada, del libro con imágenes en colores, etc. Lo peor de todo era cuando te traían de regalo un juguete arreglado que habías visto muchas veces en otra casa. Se te ponía cara de, “bueno, pero es que se piensan que soy gilipollas”.
Por desgracia siempre llegaba al final el día de los Reyes Magos. Nunca creí en esos señores barbudos que traían regalos y no sólo porque mi familia grande fuera republicana. Me parecía absurdo que tres hombres visitaran todas las casas del mundo, el mismo día a la misma hora. Además, para las familias pobres los deseos de los niños y niñas nunca contaban para esos señores barbudos. Llegaban siempre los calcetines, una muda de ropa nueva y cosas así, tan alejadas del muñeco que deseabas, de la cocinita soñada, del libro con imágenes en colores, etc. Lo peor de todo era cuando te traían de regalo un juguete arreglado que habías visto muchas veces en otra casa. Se te ponía cara de, “bueno, pero es que se piensan que soy gilipollas”.
La navidad
fue divertida durante la adolescencia, cuando viajaba al pueblo de mi madre y
podía salir a la calle con primas, muchachas y muchachos de mi edad. Pervivían
tradiciones culturales antiguas: salir a pedir los aguinaldos, cantando en cada
casa, donde éramos recibidos con dulces caseros, licor café o mistela. Los
bailes en una cochera, regresar de madrugada, las sábanas como témpanos,
tapándonos la cabeza.
Creo que
también odio la navidad porque odio el azúcar. La fiesta hubiera sido percibida
de distinta manera si lo tradicional hubiese sido comer aceitunas o arenques,
para mí las dos mayores delicatessen que se puedan degustar.
A medida que la “autarquía endémica” iba
desapareciendo se instalaba una nueva navidad: la de las compras compulsivas y
el consumo desbocado.
Ahora, en
plena crisis, todos esos excesos inundan el ideario colectivo de frustración,
rabia o melancolía. La publicidad sigue ocupando, sin ningún pudor, un lugar determinante en la televisión:
mujeres hermosas y hombres hercúleos que anuncian colonias sofisticadas o
relojes de grandes marcas; niñas y niños felices recibiendo regalos
electrónicos; mesas llenas de manjares, sonrisas, fraternidad y alegría por
todos sitios. Nada más ajeno a la realidad.
La navidad
no frena los desahucios, no llega con empleo para los 6 millones de parados y
paradas; no nos regala una sociedad sin exclusión social ni hace desaparecer la
desnutrición infantil, sólo refuerza el carácter cruel del genocidio social
imperante.
Reitero
pues: ¡Puta Navidad!
Diciembre 2014
Roete Rojo
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