Algún día tendré que dejar
de fumar, piensa Tina, mientras comprueba los estragos producidos por la larga
jornada nocturna de trabajo. Nadie entre sus parientes y amigos entiende el
porqué de esa elección de horario laboral. La noche está hecha para dormir, le
repiten. Pero a ella le parece emocionante poder vivir 24 horas al día; también
le emociona la complicidad que se crea entre los noctámbulos empedernidos, cada
quien con sus motivos personales para serlo.
Mientras piensa distraída
en estos asuntos, respira pausadamente para evitar despertar al perro vagabundo
que ha okupado sus bronquios sin pedir permiso . Se ha alborotado los cabellos
con agua tibia nada mas llegar a casa y como siempre los ha maldecido con una
letanía de blasfemias.
¡Este maldito pelo!,
pensado por alguna mente perversa para castigar con su presencia permanente
cualquier olvido sobre sus orígenes mediterráneos. Las prematuras canas le han
regalado además una nueva vitalidad; con ellas el pelo ha tomado un rumbo más
independiente e indomable, una soberbia que a cada paso se hace imposible de
soportar. ¡Cómo te pongas chulo, te rapo al cero!, le grita sin mucha
convicción y lo amarra fuerte con ese lazo rojo que es su preferido. Y se
marcha irritada a tomar su quinto café de la mañana al bar del barrio.
Aunque no quiera
reconocerlo, en las últimas semanas, ha modificado sus hábitos mañaneros.
Antes, tomaba el café en el bar al regreso del trabajo, con la ciudad apenas
despertando a los ruidos de la vida y los ojos aún enrojecidos. Ahora marcha
directamente a casa para arreglarse un poco, sólo un poco, con la intención de
recuperar parte del estudiado desaliño
de su uniforme de joven no dispuesta a responder a ninguna moda ni norma.
Desprecia a las muñecas de escaparate y luce con altivez una apariencia
masculina que se ha convertido, curiosa contradicción, en el mayor atractivo
para los hombres que la persiguen obstinados con la aspiración de descubrir
tras el uniforme su alma de gorrión.
-
Tina, estoy seguro de que en la cama te derrites en dulzura... como si fueras
de mantequilla, le había susurrado un soplapollas en el oído una tarde
cualquiera del invierno anterior.
A principios de la
primavera, estando leyendo las noticias en el diario, envuelta en el humo del
cigarrillo colocado de forma viril, como pucho en boca de carretero, en la
comisura de los labios, intuyó la presencia en el bar de un cliente no
habitual. Levantó con hostilidad la mirada a través de las gafas comprobando
que un vejete, vestido de forma pulcra y afectada, tenía los ojos fijos en
ella. Tina le mantuvo la mirada perdonándole la vida y volvió a lo suyo con el
sentimiento de que los ojos de aquel hombre ocultaban inconmensurables secretos
y tormentos. El humo del tabaco se le atragantó en la garganta obligándola a
toser sin darle tiempo a sacar el pañuelo. ¡Me cago en la leche! Discretamente
una mano le alargaba un pañuelo inmaculado con las iniciales A.O., primorosamente bordadas en una de las
esquinas.
¿Quién sería?, se preguntó
al comprobar que todas las mañanas volvía a estar en la misma mesa, pulcro y
atildado, tomando un cortado y un vaso de agua mineral con gas. ¿Quién sería?,
¿Acaso un indiano salido del siglo anterior?, ¿Un viejo viudo retornado de la
emigración?, ¿Un filántropo o quizás sólo un pirao como tantos?
¿Cuántos años tendría?, se
preguntaba con insistencia Tina. Si lo comparaba con su padre o sus tíos
parecía mayor que ellos. Sin embargo el
cuerpo se movía con la elasticidad de un atleta, dibujando en la ropa
una nada despreciable musculatura y un poderío que la intimidaba a cada paso.
Pero las grandiosas manos eran rugosas y gastadas. Tuvo la misma sensación de
aquel primer día en que vio a Julio
Cortázar en televisión: un rostro joven, un cuerpo en perfectas condiciones...
y unas manos rotas arrastrando el peso de una larga vida. ¿Y los ojos?
¡Malditos ojos que al cruzarse con los suyos erizaban sus pezones sin poder
ocultarlos por la puta manía de no usar sujetador!
Con el paso de los días el
resto de clientes lo asumieron como suyo, convirtiéndose en uno más;
circunstancia que la indignaba por el regusto a infidelidad que le dejaba en la boca. Le parecía
incomprensible que todos se hubiesen volcado interesados ante el primer intruso,
olvidando que sólo la permanencia estable permitía la familiaridad y complicidad que surgen en
cualquier taberna de barrio, hasta tal extremo de que si alguien falla a la
hora prevista, otro mandará recado para averiguar si es que pasó algo malo.
-
Es un viejo
médico republicano, D. Jacinto Muñoz,
regresó del exilio pasado en México, oyó Tina que Enrique, el tabernero,
comentaba casi susurrando.
-
¿Y a mí qué puñetas me importa?, le había contestado ella. Y Enrique había
sentenciado: - No te hablaba a ti, se lo decía a Fernando que anda todas las
mañanas interrogándome. Se sintió ridícula y descubierta, pagó el café saliendo
airada sin decir ni adiós.
Una ducha caliente
conseguirá relajarme, deseó. Sin embargo, al caer el agua sobre el cuerpo desnudo
todo él se estremeció y se descubrió llorando. ¡Maldito viejo!, ¡Maldito
viejo!, mañana me va a escuchar. Gimoteando presentía que D. Jacinto Muñoz la
observaba atento y era el motivo del “subidón” de hormonas que padecía.
¡Malditos mirones! ¡No está hecha la miel para la boca del asno!, el insulto
preferido de Tina como contestación a cualquier piropo callejero.
Al regresar al día
siguiente a tomar su café, Tina parecía Afrodita, la diosa seductora capaz de
inspirar las pasiones más violentas. Como Afrodita, ducha en manejar las maldiciones más temidas
pero no dispuesta a perder su poder humanizándose por el contacto con un hombre
cualquiera como le ocurriera a la diosa griega.
Con toda la altivez de que
era capaz, devolvió el pañuelo inmaculado, con una notita dentro. Apenas si dijo: - Gracias. La nota era breve
pero vehemente: Dentro de una hora lo espero en el Café Suizo. Por cierto,
si usted se llama Jacinto Muñoz, por qué las iniciales del pañuelo dicen A.O.
Tina.
Ya en su mesa intentó
conservar la calma y repetir concienzudamente todos los gestos habituales. Primero se marchó él. Tina tardó unos minutos
más, que se hicieron eternos entre los clientes que rastreaban en busca de una
señal explicativa del ambiente poco común de la mañana. Al aproximarse
a la barra para pagar, Enrique le había dicho con algo de sorna: - De la calle
vendrán, que de tu casa te echarán. No quiso darse por aludida y salió sin más.
D. Jacinto la esperaba en
una mesita escondida en el rincón más apartado del café. Se sentó frente a él y
le increpó: - ¿Y qué? Usted dirá. Él la miró con naturalidad sin expresar
ningún sentimiento hostil ante tan cómica violencia.
–
Verás, Tina, las iniciales son las de mi gran amigo Armando Oviedo, cuya muerte
me trajo por aquí, sin pensar que me quedaría para siempre. ¿Qué quieres tomar?
Tina, a punto de perder
los papeles, aún tuvo tiempo para intentar un gesto melodramático.
-
Una ginebra con anís
seco en vaso grande y sin hielo.
El camarero la miró
sorprendido.
-
Señorita, en 40 años de profesión, jamás nadie me había pedido algo semejante y
miró a D. Jacinto con una expresión de censura, los padres ahora lo consienten
todo y así está la juventud. – Pues para
aprender, cualquier día es bueno, le contestó Tina tajante.
El silencio entre ambos se
ha convertido en una garra que aprieta la garganta de Tina, cerrando las
autopistas negras del humo del cigarro que fuma de manera compulsiva. Ahora se
arrepiente de estar allí y quisiera despavorida correr a cualquier cine donde
haya matiné y chuparse los mocos del llanto que le provoca la historia de
Pinocho. Jacinto parece entender lo que está ocurriendo pero ya es tarde para
cederle el protagonismo a la derrotada y asustada Afrodita andaluza.
-
Tina, sácate el
chicle de la boca, por favor.
-
¿Y eso?, la voz de Tina es apenas audible.
-
Porque voy a besarte.
Un temblor de muerte la
sacude pero se entrega sin ningún tipo de defensa. Jacinto hace más dolorosa la
espera pues la obliga a mantener los ojos abiertos mientras va acariciando con
el dorso de la palma de la mano sus pómulos, con una delicadeza eléctrica. La
piel de las manos no es dura, piensa Tina. Le ha colocado bien un mechón de
cabello, como lo haría su padre, le ha
quitado el cigarro que mantenía entre los dedos y lo apaga sin dejar de
atravesarla con la
mirada. Ahora se da cuenta de la profundidad oscura de los
ojos de Jacinto, intenta despegar las manos de la mesa para contestarle de
alguna forma pero él las toma entre las suyas y comienza una exploración
sensual meticulosa... las diminutas manos de Tina, enredadas entre las de
Jacinto, no son más que dos guijarros arrastrados por la corriente de un río
tumultuoso cuya dirección desconoce. ¡Qué no acabe la agonía!, es el último
pensamiento antes de que él comience a mordisquear su labio superior y el
bigote le cosquillee la
nariz. Nunca antes nadie la había besado de forma tan
concienzuda y milimétrica, claro que hasta ahora, en sus 30 años de vida, sólo
se había encontrado con niñatos, auténticos “polla-cacahuetes”, que sólo aspiraban
a exhibirla y poseerla como un trofeo.
La intuición de que ya no
es posible la marcha atrás se convierte en deseo incontenible de comérselo a
besos, de jugar con su cabello blanco y ondulado, de hombre mediterráneo puro.
No lo está soñando, Jacinto ahora está inmóvil y se deja hacer. Tina ha tomado
amorosamente la mano izquierda de Jacinto entre las suyas. La muñeca está
ocupada por un discreto y delicadísimo reloj. Tina va desplazando la correa con
la lengua y siente cómo la sangre de él late vertiginosa al contacto con la
saliva caliente. En apariencia Jacinto domina la situación y no pierde la
compostura pero cuando Tina se decide a meter dentro de su boca, una por una y
a una lentitud cruel ¡alumna excelente!,
la yema de cada uno de los cinco dedos de la mano izquierda de Jacinto,
acariciando con ellas el interior de sus labios femeninos, la tormenta ya los
ha apresado a ambos por igual, destrozándolos para siempre sin Arca de Noé que
pueda salvarlos del naufragio. Hay que
salir de este infierno de cadenas, la mesa del café se ha convertido en una
frontera espinosa que los separa sin compasión, sin considerar el misterioso
juego de caderas que se oculta bajo ella.
-
Nunca imaginé que los besos con sabor a tabaco podrían volverme loco. Vayamos a
casa, Tina.
Mientras caminan por la
calle soleada sienten que la vida sólo existe para ellos. No van cogidos de la
mano ni abrazados, a ninguno se le ha ocurrido violar las sacrosantas
tradiciones, reducto de la hipocresía social más rancia. Jacinto sabe mucho de
estas cosas y de las heridas que provocan. Sabe que los derechos son sólo
palabras escritas en libros inservibles; aprendió bien pronto lo frágil que es
la esperanza y lo largo que es el camino de la derrota. Ahora en
lo único que piensa es en el poema que escribiera su amigo Antonio Machado: al
olmo viejo y hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de
abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido...
Jacinto vive en una casita
muy cuidada del barrio judío, a los pies de la Alhambra; una casa rehabilitada
por cuyas tapias asoman solidarios cipreses que anuncian un ambiente acogedor y
fresco. La decoración interior es austera y llama de inmediato la atención de
Tina, sobre todo las antiguas
fotografías de finísimos marcos. Busca el rostro de Jacinto en todas y no puede evitar la risa al reconocerlo en
alguna de ellas. ¿Cuántos años tenías aquí, Jacinto?, le pregunta con
curiosidad. ¿Cuántos años tienes ahora? Tina no ha meditado las consecuencias
de la pregunta y arruga el entrecejo pensando que preguntó algo prohibido. – No
te apures, Tina, no me avergüenzo de mi edad y no pensaba ocultártela... Tengo
65 años. Tina regresa a indagar por toda
la casa. Libros
de Medicina en las estanterías, muchos libros de poesía esparcidos por aquí y
por allá, discos de música clásica, latinoamericana y española. Toma un libro
forrado que hay sobre la mesa grande del salón y encuentra en la primera página
una hoja suelta con una dedicatoria que le hiela la sangre, provocándole el
llanto: “A mi querido amigo, Jacinto, la flor preferida en mis paseos por el
Tamarit”, Madrid, Julio-1936, Federico García Lorca”.
Jacinto ha regresado
alarmado de la cocina al escuchar el llanto y al coger el libro de las manos de
Tina lo entiende todo. – Sí, Federico me regaló este libro pocos días antes de
regresar a Granada. Besó los ojos de Tina con pasión, haciendo desaparecer las
lágrimas de su rostro pero sin conseguir que desapareciera el barniz acuoso que
los adornaba. – No estés triste, Tina, le dijo mientras la abrazaba... de vivir
Federico y saber que te he encontrado, seguro me diría al oído con la más
pícara de sus sonrisas: - Jacinto, mi queridísimo viejo, verde, vividor.
Ahora sí la toma de la
mano para conducirla a un amplio dormitorio. En la cabecera de la cama hay un
cuadro de una hermosa mujer desnuda. Pero ya pasó el tiempo de las preguntas.
Deben dedicarse a descubrir los secretos que sus cuerpos han guardado con tanto
celo. Tina intenta tomar en este caso la iniciativa, por primera vez se siente
osada y cómoda con sus prominentes caderas y pezones altivos. Comienza a
quitarse la ropa de manera cómica y teatral. Jacinto la mira sonriendo y la
atrae hacia sí. Con manos maestras le explica a Tina sin palabras que no debe
tener prisa, que en el amor el preludio fertiliza el terreno para un éxtasis
explosivo, quedando presa sin remedio en el murmullo de su aliento, en el calor
de la saliva que la recorre sin darle tregua;
intenta aletear pero las alas ya sólo le sirven para seguir el ritmo que
marca el cuerpo que se ha hermanado con el suyo, ambos cuerpos parecen dos
instrumentos musicales perfectamente acompasados dentro de una sinfonía
grandiosa que no debiera finalizar nunca. A veces ella marca el ritmo de la
melodía pues tiene necesidad de explorar las sensaciones que puede provocar en
el cuerpo de Jacinto y se entretiene en un lunar cualquiera, o intenta
mordisquearle con cuidado el borde de una oreja, o se esconde dentro de una
axila para que Jacinto vuelva a encontrarla. Y de nuevo el juego de la
persecución que a cada instante los sorprende con una esquina en la que sus
cabezas tropiezan sin dañarse. Los poros abiertos de par en par para que el
amor penetre hasta el último rincón pensable, la piel convertida centímetro a
centímetro en campo de batalla donde todas las armas son posibles y no
existe oportunidad de
rendición o perdón. Un barco a la
deriva, con los mástiles pidiendo auxilio ante la embestida de esa ola
monstruosa que se divisa ya nítidamente en la tormenta y que seguro lo despedazará
en millones de astillas que quedarán esparcidas sin rumbo ni nombre en la
majestuosidad del océano. Cualquiera que
logra dominar el timón por unos instantes intenta mantenerlo para que la agonía
se prolongue. Mas ya no hay quien sea capaz de frenar las aguas profundas del
río de la vida, ni quien pueda contener el rugido del volcán a punto de
estallar, ya no hay quien pueda apagar la luz cegadora del relámpago, ni ahogar
el sonido del trueno... ni mucho menos evitar la descarga eléctrica del rayo...
Tengo
sed, mucha sed, murmura Tina tras llegar a la orilla de la mirada de Jacinto
que ahora se dedica a peinarle el cuerpo para borrar de él las heridas del
duelo del amor. El cuerpo de Tina sigue palpitando como un eco que no acabara
de apagarse. Jacinto le ha traído agua fresca con hojas de hierbabuena del
jardín. Tina insiste: - Tengo sed, mucha sed.
Jacinto paciente le da de beber agua de su boca, a pequeños sorbitos
para que no se atragante tumbada como está. Ha caído la tarde como una pavesa sin
que nadie salga a recogerla. La penumbra interior va cubriendo de sombras las
sábanas y los cuerpos y la memoria es a esas alturas incapaz de recordar
cuántas veces se repitió la tormenta hasta que fue imposible llevar la cuenta
de los besos y pareció que no quedaba ninguna rendija donde seguir escudriñando
y pensaron que morirían sin remedio por tanto abuso y luego llegaba el descanso
sin descanso pues las manos seguían insaciables recorriendo veredas familiares
y comenzaba la lluvia refrescante de la saliva con olor a hierbabuena...
-
Así quisiera morir, follando, había dicho Jacinto en algún momento,
sobresaltando a Tina al escuchar su primera palabrota. Había sentido vértigo al
oír esta referencia a la muerte y se separó bruscamente de su cuerpo para
exigirle autoritaria que le jurara que jamás le gastaría semejante putada.
Jacinto quiso reírse pero la cara atormentada de Tina logró contener su risa y
la intención perversa de haber continuado con la broma. - No debes
preocuparte, tengo el corazón de roble y follar es muy bueno para la
circulación de la sangre, creo que está en tus manos prolongar mi juventud
acumulada, tu eres el remedio, el tratamiento adecuado, tu sabes cuál es la terapia. Tina pareció suspirar
tranquila y por unos momentos dormida en sus brazos.
Al despertar, comprobó que
Jacinto seguía a su lado, leyendo unos versos de Lorca: Por las selvas del amor/no verás
gentes./Tendrás claros manantiales./ En lo verde,/hallarás la rosa inmensa del
siempre./ Y dirás: ¡Amor!, ¡Amor!/ sin que la herida/se cierre.
Jacinto había preparado
unos platos de comida y Tina, con una de sus camisas como única indumentaria,
estaba sentada en la mesa comiendo con las manos multitud de tortitas con
sabores distintos y todas picantes, muy picantes. Jacinto la miraba embelesado
y hacía como que también comía. – Ten cuidado con tanto picante que luego me
vas a abrasar la
boca. Recuperada la normalidad, Tina le contestó con
franqueza y sin afectación:
-
Coño, qué delicado eres para el sabor de los besos.
-
Por cierto, continuó
Tina, ¿Quieres saber lo que más me gustó de ti desde el primer momento en que
te vi en el bar de Enrique? Jacinto le contestó con un gesto negativo.
-
Tu mirada así como
perdida detrás de los cristales de las gafas, una mirada interesante que
parecía ocultar muchos misterios que yo quise descubrir, una mirada sobre todo
atormentada...
Ahora sí, Jacinto se rompe
de la risa sin ningún tipo de miramientos. Tuvo que levantarse de la mesa a
causa de la tos provocada y que no podía
controlar. Al rato, todavía entre risas y suspiros, miró a Tina con dulzura y con
su primer rasgo de ternura paternal, para decirle:
-
Lo siento mucho, mi
niña, pero esa mirada tan interesante que te condujo a mis brazos es tan sólo
producto del tormento que me provoca la migraña...
Han pasado varios años,
los libros han cambiado de lugar mil veces adaptándose al torbellino que Tina
ha supuesto para todos ellos. Jacinto dosifica sus secretos con metódico plan y
dedica largas horas, entre duelo y duelo, a cuidar el íntimo jardín bordeado de
cipreses. Nunca le ha confesado a Tina la única gran mentira que en todo este
tiempo ha urdido a sus espaldas: en realidad, su muy querido amigo, Armando
Oviedo, murió en México, efectivamente haciendo el amor, en brazos de una india
bonita. Tina ajena a esta parte de su pasado, sigue riendo a costa de la migraña, en el tiempo libre que
tiene entre duelo y duelo, claro.
Tina
Relato finalista del
Concurso de Narrativa Erótica, convocado por la Asociación COLEGAS-Cádiz .
Por esas selvas vale la pena perderse sin buscar retorno. ¡Excelente cuento!
ResponderEliminarSaludos.
Cuánto tiempo sin tener noticias de usted, hermano y compatriota. Me alegra saber que le gustó. Un abrazo, desde la ciudad del desamparo, Roete Rojo
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