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La Alhambra nevada. Foto: R.Hidalgo |
(A mi novia Dolors, así,
para que todo el mundo lo sepa)
I. Al fin
llegó el invierno continental a Granada y como el resto de las cosas que se
suceden en esta tierra las temperaturas variaron bruscamente de la noche a la mañana. Tal día como
un martes estábamos en mangas de camisa y tal día como el siguiente, las
temperaturas bajaron a 0º. Estábamos a
principios de noviembre y lo que no es propio no es propio. ¿Alguien
pensó vivir la agonía de una eterna primavera? Todos los años para San Alberto
nos hemos cagao del frío... ¿o no?, ¿a qué venía tanta vanidad?, ¿por qué
no nos aceptarnos como somos,
continentales?
La tormenta
de nieve hiela el corazón de los oportunistas, descarao. La nieve llegó hasta
los mismos bigotes de la ciudad que se estremeció con la presencia de algo más
hostil que la nieve, “el agua nieve” racheada por un aire de cojones, como una
venganza o un castigo.
¡Una
alucinación blanca cegadora! No sólo las altas cumbres. También las sierras
menores, todo el cinturón montañoso que protege a la ciudad y a la Vega hasta
convertirla en un gueto cerrado a cal y canto.
¡Qué
maravilla! En unos instantes irrumpen los ocres y amarillos ocultos, las calles
se cubren de hojas caídas de todos los árboles que han surgido como por encanto
a izquierda y derecha. Ahora cobran sentido las granadas y membrillos que
adornan mi altar sagrado. Faltan el olor a malta hirviendo y los cuentos de
fantasmas y aparecidos que nos narraba la abuela Concha.
El invierno
es de la estaciones del año la que más me recuerda a la posguerra. Aquí
hubo una guerra, sí, y tras ella, una posguerra que tuvo sus olores peculiares,
sus ruidos peculiares, su sabor peculiar. Infancia de sabañones invernales, de
piojos invernales, de botellas de agua caliente para soportar el frío de las
sábanas, de pan asado con manteca blanca, de botas Katiuska que mordían los
dedos de los pies congelados, de noches en que los cuerpos se abrazaban para
combatir el frío, de historias transmitidas de viejos a niños, de días cortos y
noches eternas...
¡Qué
maravilla pasear por Granada en pleno invierno! Ese frío que te corta en
rodajas como hogaza de trigo; la calle del Aire, junto a la Catedral, donde los
hombres esperaban para ver los tobillos a las mujeres... Es como una risa
tonta, te ríes pero no sabes por qué, te
ríes de frío pero te ríes. Cualquier taberna se convierte en albergue oportuno.
Por las
tabernas pasan todos los personajes granadinos a modo de enciclopedia de
sociología. La pareja de octogenarios que llegan todos los días con su
“mercedes” y sus atuendos y maquillajes perfectos, el tabernero que tiene dolor
de muelas y que se caga en Dios cada vez que llega un cliente y atiende
austeramente a los presentes para convencerlos de que se vayan pronto. La pareja
que se besa con obstinación a pesar de la corriente y que seguro está animada
por un tipo de calefacción especial, los estudiantes bulliciosos que todo lo
perturban pero con los que hay que ser gentiles porque son el único soporte
económico de una ciudad en ruinas desde su propio nacimiento.
¡El
malditismo de Granada! del que habla mi amigo Fernandito y del que pocos hemos
conseguido desprendernos pues pensar que lo hemos vencido para siempre sería un
acto de osadía de consecuencias imperdonables. Estar rabiosamente enamorados de
Granada y luchar día a día contra ella es tarea para colosos. Pero cuando menos
cuesta amarla y sobrevivir a la contradicción dialéctica es en invierno. Por
eso es tiempo de reposo, de una cierta tranquilidad que nos permite ser
ingenuos, optimistas, audaces.
Todas estas
cosas andaba meditando a principios de noviembre, y miren, estamos a mediados
de diciembre. Desde entonces muchas cosas me han atravesado, la mayoría con
dolor de cuchillo afilado.
Mi mesa de
trabajo parece salida de un ciclón. El revoltillo de papeles, carpetas, libros,
periódicos, etc., habla de un tremendo regreso con las maletas llenas de
corazones compartidos. Sí, regreso de
verlos a todos o a casi todos. He encontrado estupendos a mis amigos del alma,
a mis primos, a mis hermanos sobre los que no parecen pasar los años porque
están protegidos de sus heridas con la vacuna del compromiso y de la amistad
verdadera. Y es que siempre, a pesar de las heridas, aparece la sonrisa limpia
que no tiene otra explicación que la militancia amorosa. Quien por amor lucha
tiene esta vida ganada, suelo decirme y repetirme.
¡Qué
procesión de ojos y miradas! En cada una de ellas descubro desalientos y
pesares, alegrías y amores desbordados, pérdidas infinitas, descubrimientos
inmensos. Con mi modesta alma de poeta escudriño hasta encontrarme con los
últimos secretos, algunos de los cuales me hielan las entrañas. Almas hermosas que siguen siendo golpeadas por un
enemigo plural y travestido. A todas las abrazo por igual intentando retener en
mis sentidos el aliento que las impulsa.
El movimiento
triple uve –me dijo el indio taíno-, te invita a una fiesta extraordinaria.
¿El
movimiento triple uve?, le pregunté.
Sí, el
Movimiento de Viejos Verdes Vividores.
Y aunque no
hubo tiempo de acudir a la fiesta el diálogo será vacuna en mis malos momentos
posteriores. Ahí estaba la vida en medio de la complejidad de nuestras vidas.
Mi indio taíno llora mucho, llora por todo porque todo lo conmueve como si
fuese un niño que acabara de nacer... ¿no es maravilloso? Siempre que estoy
junto a él necesito llevar mi libretita de notas como segunda piel. De lo
contrario podría, quizás, mi memoria olvidar alguna genialidad de su
ocurrencia. Estábamos escuchando a un trío –entre los tres deben juntar por lo
menos 500 años, decía el indio taíno-, una de las letrillas decía algo así como
“el rey salomón engañaba a su mujer, hombre que no lo repite poco hombre es”.
Yo le dije: -¡Menuda letra! Él me contestó: - Es que el rey salomón era un
machista vagabundo.
Mi indio
taíno no entiende que si me invita a cenar apenas comeré nada porque me ahoga
la nostalgia del aceite de oliva. ¡Una expresión de eurocentrismo!, pensará en
silencio mientras él disfruta de cada alimento que reposa sobre la mesa.
II. Por aquí,
Dolors, ya empezaron a recoger la aceituna, a funcionar las viejas y modernas
almazaras; la orujera de mi pueblo también escupe por sus chimeneas ese vapor
que huele a aceitunas zapatúas. Hace mal tiempo y las nubes aplastan sobre
nuestras cabezas el olor de la jámila, el olor de la Andalucía profunda, la del
olivar. El río Guadalquivir va entre naranjos y olivos... los dos ríos de
Granada van desde la nieve al trigo... Ay, amor, que se fue y no vino, escribió
Lorca olvidando que los ríos de Granada también atraviesan olivares profundos,
caminan hacia olivares profundos en la provincia de Córdoba.
Hemos hablado
por teléfono sobre viejas locomotoras montadas por hombres de tizne y carbón.
¿Quién me iba a decir que mi novia también amaba el ferrocarril? El nuestro
será un noviazgo prolongado y fructífero, me digo, mientras Roque me mira con
sus ojos más asombrados.
Desde la
Estación de Granada se puede contemplar la Alhambra, parte del Albaicín y la Sierra Nevada. Cuántas
veces no habré contemplado esas imágenes mientras esperaba ver llegar la
locomotora a la que mi padre puso nombre; oírla pitar sólo para mí, con el
ritmo inventado por mi padre sólo para mí... ver su rostro quemado por la
ventanilla, su saludo con la mano, esperar su seguro regalo, un regalo de
posguerra, una piedra, una maderita, un tebeo abandonado en cualquier vagón...
Subirme a la locomotora y acompañarlo siendo su heroína hasta el depósito; en
una mano el canasto con los despojos de una mala alimentación y la ropa sucia,
la niña enclencle de la otra mano, el ser más feliz del mundo en esos
instantes...
¡Y tú me
hablas de locomotoras, Dolors!
Era la
navidad de 1974. Roque y yo regresábamos en tren de Málaga a Granada, habíamos
pasado el fin de año con unos compañeros de facultad. En la estación de
Bobadilla, a mitad de camino, el tren paró unos minutos. Desde la ventanilla
observaba los andenes cuando lo vi a lo lejos: -¡Es mi padre, es mi padre!
Comencé a gritarle desde el tren: -¡Papá, papi, papuchi! Por fin me oyó y me
buscó con la mirada.
Mientras yo agitaba la mano y pegaba saltos dentro del vagón,
él me dedicó desde la distancia algunas de sus mejores travesuras y
comicidades. Seguro que mucha gente pensó que se trataba de un loco, comenzó a
hacerse el cojo, a caminar como si estuviera borracho, a hablar mediante
gestos... yo me partía de la risa mientras Roque me miraba con sus ojos más
asombrados.
De niña, en
cualquier mes del año, cuando él estaba en casa me mandaba al depósito “para
ver la hojilla”. Seguía sus instrucciones al pie de la letra, sintiendo que iba
tras de mí a sólo unos centímetros; los maleteros me saludaban diciendo: - Ya
viene la Morente chica a ver la hojilla de su padre... Podía cruzar los
primeros tramos de vías bajo el túnel pero luego debía cruzar otras muchas vías
con sumo cuidado, mirar a derecha e izquierda, en la oscuridad, para comprobar
que no venía ninguna locomotora o el tractor de las maniobras... Todo lo hacía
a la perfección hasta llegar nerviosa al depósito, decía buenas noches a los
borrachos perdidos cada quien en sus nostalgias, me subía a un banco de madera
y buscaba nerviosa su nombre hasta encontrarlo. Entonces iniciaba el camino de
regreso a casa memorizando el número de la locomotora, la hora de salida, el
trayecto, etc... Entonces mi disco duro estaba en perfectas condiciones y no
olvidaba ningún detalle de importancia. No como ahora que a causa del paso del
tiempo y de la lucha de clases anda hecho una piltrafa irrecuperable.
De aquel
ferrocarrilero de carne y hueso, Dolors, aprendí una palabra que me marcó para
siempre. La palabra “pancista” que no he encontrado esta noche en mi fabuloso
diccionario. Era una palabra mágica que actuaba como un comodín que todo lo
prohibía. No podíamos utilizar el economato de la empresa, en aquella tardía
posguerra, “porque eso era de pancistas”; nosotras no podíamos asistir al
colegio de ferroviarios que estaba al lado de casa “porque eso era de
pancistas”, no podíamos ir a la caseta de la feria de la empresa “porque eso
era de pancistas”, no podíamos utilizar la biblioteca de la parroquia “porque
eso era de pancistas” y un largo etcétera de pancistas que escondía la más
hermosa ética resistente que jamás haya conocido. Quedó claro que entre otras
muchas cosas que no éramos, ni somos ni seremos gracias al borracho
ferrocarrilero estaba, está y estará la de ser “pancistas”.
Ya ves,
querida Dolors, que mis celos por tu amor al ferrocarril y los ferrocarrileros
están sobradamente justificados. Pero estoy dispuesta a mordérmelo y tragármelo
por la seducción que tus hermosos ojos ejercen sobre mí. Mi indio taíno
entenderá.
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Ferrocarrileros |
Enero 2002
Ferrocarrileros.-
Me he quedado de una pieza al sacar la foto del portarretratos en el que se
encontraba. Al mirar la parte posterior he visto que estaba fechada: Marzo de
1960. En ese momento nuestro padre tenía 48 años… ¡Qué joven y guapo! Os
cuento: mi padre es el que está solo en primera fila, seguro esa era su
locomotora, la que limpiaba y abrillantaba y todo el mundo reconocía… ¡Ya viene
Juanillo Morente! De la fotografía mi
memoria sólo rescata dos nombres: “Rafalillo el Tata”, el que está en segunda
fila; y el “Chato Carmona” (era un chiste pues tenía una narizota grandísima),
en la tercera fila, el tercero por la izquierda. He intentado, sin éxito, reconocer a
“Vargas”, el fogonero gitano de mi padre.
Pancista:
ResponderEliminarPersona que practica el pancismo como conducta habitual.
Pancismo:
Tendencia o actitud de quienes acomodan su comportamiento a lo que creen más conveniente y menos arriesgado para su proyecto y tranquilidad.
Un librepensador
¡Correcto!, que diría un venezolano. Pero aquella noche me empeñé, estaría cansada en extremo, en buscar "panzista". Bien sé que en castellano es: za, ce, ci, zo, zu. Un abrazo, desde la ciudad del desamparo, Roete Rojo
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