miércoles, 2 de mayo de 2012

Historias de Encuentros y Desencuentros


Pasados sesenta años algunas heridas permanecen abiertas. Cuando ésto ocurre los implicados tienen la propensión de seguir contando las cosas a su modo, llevando el agua hacia su molino, aprovechándose pueril e inmoralmente del retorcido paso del tiempo.
Para el caso que nos ocupa valdría decir que “la historia será contada según versión de los supervivientes”. Todo habría quedado así de no ser por el hecho real y constatable del tirón de orejas recibido. Al final no hubo aplausos pero para nuestro protagonista quedó presente la falsedad de la posición  mantenida durante más de seis décadas.

I. Richard:  Debo dirigirme a la Estación de Atocha a recoger a una compañera que procede de Londres. Poco se me ha explicado sobre ella, ni tan siquiera sé cómo podré reconocerla en estos días en que la estación de ferrocarril está asaltada por un movimiento febril. Se llama Brigite, al parecer es estudiante de antropología. Nunca oí hablar de ella, no ha participado en las actividades antifascistas en Londres, seguro que a los tres días saldrá escaldada de esta pelea.
Mientras Richard expresaba estas reflexiones en público ante los compañeros con los que compartía mesa de trabajo en el Gabinete Internacional de Prensa, una joven recorría los últimos kilómetros que la conducían a una batalla que no sólo marcaría su vida sino que se convertiría en su única batalla, en la materialización de todas sus aspiraciones.
Efectivamente era estudiante de antropología. Hija única de una familia adinerada y de origen aristocrático procedente del Condado de Kent. De la rudeza de su tierra natal había heredado fuertes convicciones y sentimientos que su cuidada educación sólo consiguieron barnizar de matices.
Normal, por tanto, que nunca se hubiese encontrado con él, obrero metalúrgico, en las organizaciones antifascistas. De igual modo que él no podía haberse encontrado con ella en los ratos prolongados que Brigite pasaba leyendo libros en la Pimlico Library.
Desde Aylesford salía distraída a la boca del Metro para atravesar subterráneamente los cuidados y elitistas barrios  de su adolescencia desde que sus padres decidieran que Londres era la ciudad ideal para garantizar su preparación y el tan preciado futuro que correspondía a una joven de su clase.  Las estaciones de metro se sucedían: Lupus, Victoria, James-Park, Oxford Street, Convent Garden...estaban desencontrados.

Dos meses antes Brigite repasaba la prensa  cuando le sorprendió la noticia del alzamiento fascista en España. Aprendió de memoria todos y cada uno de los detalles de todos y cada uno de los diarios que consumió como en un ataque de bulimia periodística a partir de ese momento, llegando a la conclusión única, natural, personal e intransferible de su compromiso con la causa de los trabajadores e intelectuales de la IIª República Española.
Hasta entonces la “piel de toro” había sido sólo un idioma, el castellano, una asignatura complementaria que aquel profesor de origen español -y de alegría diluida por el clima londinense-, con tanto esmero le enseñara hasta sorprenderse de sus adelantos al escucharla emocionado recitar a Quevedo, Bécquer o Machado. 
A partir de ahí todo fue coser y cantar. Su madre no lograba entender nada, aquella fiebre, los preparativos, los nervios, las gestiones, los formularios...pero lo cierto es que una mañana la vio salir de casa decidida, con su maletita y su sombrerito a juego con su traje de invierno del más puro corte inglés.
    -Abrígate bien, fueron las únicas palabras que consiguió articular su madre mientras sin saber por qué los acantilados de Dover regresaban a su memoria.

Brigadistas uniformados saludan


II. Así la encontró Richard cuando bajó del vagón de primera clase.
    -¡Dios mío, pensó, de dónde habrá  salido esta “señorita”!.
Tras los saludos de rigor pudo comprobar su culto lenguaje, la esbeltez de su cuerpo, ese “no sé qué” que preludia a la gente que recibió desde el vientre de su madre el lustre que acompaña a los ricos cultivados. Sus sentimientos de venganza no se hicieron esperar, eran demasiados los desencuentros que esta presencia le provocaba.
    -Bueno, lo de mañana será de chiste, dijo para sí, cuando los compañeros la vean aparecer por el Gabinete.
No fue un juicio apresurado. La impresión generalizada a la hora de las presentaciones oficiales dejó, a altas horas de la madrugada, todo un reguero de anécdotas y comentarios.
A la mañana siguiente, Brigite apareció fortalecida y dispuesta a todo. No la asaltaban ningún tipo de prejuicios, lo cual quedaba claro en el hecho determinante de que no se había cambiado de ropa. Allí estaba con su gorrito, sus medias sin una arruga, su bolso en línea con el gorrito, sus finas manos y su mirada audaz que todos interpretaron como desafiante.
Pero el trabajo pone a cada cual en su sitio: en vez de considerarse una extraña se movía como pez en el agua con su infamante dominio del inglés escrito, el castellano, el alemán y su pulcritud literaria, su capacidad para encontrar sin dificultad el verbo preciso para cada circunstancia, sin un error, sin necesidad de preguntarles, con una autosuficiencia que llegó a amargarles la mañana y que tan sólo James -doctor en filología inglesa por la Universidad de Cambridge- aceptó con humor y caballerosidad desde el primer momento.
-Pero es bella, pensaba Richard, es asquerosamente bella la “señorita”.
Pronto acabaron las bromas y con el paso de los días y las interminables horas de trabajo, las malas comidas, los nervios, etc., su gorrito y sus zapatitos acabaron siendo parte del mobiliario y de la rutina. Una rutina como la de asomar la vista hacia la Gran Vía cuando la jornada de trabajo llegaba a su fin. 

III. A los tres meses llegó la indicación: Brigite pasaría a ser corresponsal de guerra internacional en  Ciudad Universitaria . Ya no se mofaron de ella. Richard, incluso, intentó argumentar la peligrosidad de las funciones, la necesidad que de ella tenían en el gabinete, intentó alarmarla, convencerla para que no aceptara... pero ella había tomado en la Pimlico Library de Londres una decisión. Richard la vio salir, de nuevo conjuntada, con su libreta de notas y tuvo por primera vez la certeza de estar perdidamente enamorado.
La lucha en  Ciudad Universitaria hubiese sido una auténtica bacanal para un periodista ególatra pero Brigite era tan sólo una mujer determinada a cumplir un compromiso con ella misma.
Se hizo imprescindible también en la nueva trinchera ruidosa de explosiones, ambiciosa en sangres y resistencias, entusiasta en canciones y proclamas. Codo a codo, con su trajecito, no sólo haciendo la crónica sino bebiendo de los sentimientos reunidos para saltar hacia adelante, superando la frialdad del estilo periodístico hasta convertirse en relatora de imágenes cómplices y compartidas que recorrieron las agencias informativas de todo el mundo bajo el seudónimo de Lili, cuya explicación sólo descubriera el georgiano Oldenburg convirtiéndose así en su único confidente.

IV. Un día se quitó su gorrito, su traje de perfecto corte inglés, abandonó definitivamente aquellas medias que habían recorrido imperturbables tantas veces las trincheras y apareció con un parte de guerra, uniformada de miliciana y con un esplendor en los ojos que no auguraba nada bueno, una erupción de acantilados, verdes prados y música de gaitas.  Richard lo sintió desde el primer instante como un cuchillo fino y afilado que lo atravesó en canal sin misericordia, arrastrándolo definitivamente hacia el peor de los rencores.

El sargento Antonio era el responsable de que la musa querida y deseada, la madre, la hermana, la compañera, se hubiese quitado su segunda piel natural, no para arroparse en un nuevo uniforme que le hiciese olvidar su pasado del que por otra parte no se sentía avergonzada sino para amar y revolcarse con Antonio con mayor comodidad.
Richard preguntó ese mismo día y calló dolorido para siempre: un bolero, según fuentes informadas, tuvo la culpa, en el Puente de los Franceses, de madrugada. Desde aquel instante Antonio y Brigite, sin menoscabo de sus obligaciones, no hallaban tiempo para dormir ni para comer, sólo para amarse en cualquier rincón que les permitiera un mínimo de intimidad. 
    - ¿Por qué?, preguntó Richard.
Artur, un brigadista alemán al que apodaban cariñosamente “la gacetilla amorosa” pues conocía al detalle cualquier entresijo,  le contestó como si llevase media vida esperando la pregunta:
    - No hay quién entienda a las mujeres, amigo. Porque Antonio tiene los ojos negros, la piel aceituna y canta canciones desgarradas sacándole notas a una vieja guitarra que trajo desde Sevilla pues el tipo en cuestión, amigo Richard, es andaluz.

V. Han pasado sesenta años y algunos han regresado al homenaje merecido pero tardío. Están imposibles de reconocer, ni ellos mismos serían capaces de conseguirlo y quedan exhaustos cuando lo intentan.
Richard ha venido a cumplir un compromiso que le llegó por carta tras un silencio mortal que se prolongó desde el día en que Pasionaria  los despedía, más de sesenta años de absoluto silencio.
Nunca supo de ella ni Brigite hizo jamás el más mínimo esfuerzo por localizarlo hasta que llegó la carta en que le anunciaba, con la misma pulcritud de siempre, “He sabido que viajará  próximamente a España para asistir al homenaje previsto a las Brigadas Internacionales; motivos de fuerza mayor impedirán mi presencia. Le ruego se haga responsable de trasladar mis cenizas y garantizar que sean arrojadas en el Puente de los Franceses”; recibirá los pormenores a través de mi representante en Londres...
    -Hasta última hora me estará humillando, pensó Richard, estéril al dramatismo de aquel llamado.
Durante estos días, en Madrid, las evocaciones no cesan y en medio del barullo, Richard aprovecha para contar de nuevo su versión. Pregunta a los compañeros, en su más que nunca castellano enmarañado:
    -¿Recuerdan a la inglesita?, menuda pinta, con el gorrito y el traje del más puro corte inglés...
Los más allegados de los sobrevivientes le miran preocupados sin entender que no se trata de cosas de la edad y apenas si esbozan una sonrisa.
Pero esta noche, tras arrojar sus cenizas sobre el Puente de los Franceses sucedió un acontecimiento constatable y audible, más allá de la sordera ronca del resentimiento y de los celos: al montar en los automóviles para regresar a sus hoteles, en todas las emisoras de radio sintonizadas se pudo oír el mismo bolero.

Nadie comprendió su reacción, su llanto, su máxima vejez acentuada hasta el ridículo. Por primera vez lloró por ella con amor, con veneración, a pesar de que a su regreso a Londres hubiese permanecido en un autismo total y decidiera olvidarse de si misma y de todo trasladándose a Aberdeen, en la vieja Escocia, convencida de haberlo perdido todo en España, asumiendo en soledad la muerte de Antonio, meses después, en las mismas trincheras en las que se amaron sin perdón; sin más recuerdos visibles de su estancia en Madrid que la foto dolorida y descolorida de un hombre, un andaluz cualquiera, que le enseñó a sacar música de su cuerpo, olores de su boca y con el que pudo comprobar cuán molesto puede ser un traje de perfecto cortes inglés para hacer el amor.


Homenaje a los Brigadistas


Lili.

Premio Nacional de Relatos cortos escritos por mujeres.
Esta Historia está basada en un hecho real. Cierto que fueron pocas las mujeres alistadas, las dificultades para que pudieran hacerlo eran casi insalvables. Pero llegaron. Alguna muy famosa, como Tina Modotti, con documentación falsa.
Debo la idea de este relato a Juan Ramos Camarero quien acompañó a “Richard” durante los días del homenaje realizado a las Brigadas Internacionales, en Madrid, en los años 90. 

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