Escrito para “Cuba Va”, órgano de expresión de la Coordinadora Estatal
de Solidaridad con Cuba (CESC). 1997.
Firmado con el seudónimo “Manuelita Sáenz”.
Siguiendo las inquietudes planteadas en el V
Encuentro Estatal de Solidaridad con Cuba, desde la CESC asumimos el reto de
profundizar en los contenidos de la democracia en general y muy
particularmente, de su concreción a lo largo del proceso revolucionario cubano.
La campaña ideológica y política contra Cuba centra sus más venenosos dardos en
la afirmación del carácter dictatorial de su régimen político; no es el único
elemento, claro, pero sí uno de los que
hacen más mella en la opinión de las gentes, llegando sus efectos, incluso, a sectores de
la otrora “intelectualidad progresista”.
Como miembros del movimiento antiimperialista de
solidaridad con Cuba recibimos el impacto de la campaña y, por ello, estamos obligados a hacerle frente; no por
casualidad la palabra “solidaridad” significa, “entera comunidad de intereses y
responsabilidades”.
Para ello deberemos, en primer lugar entre nosotras y
nosotros, desterrar cualquier impregnación de eurocentrismo, esa deformación
ideológica que a groso modo implica aplicar parámetros antihistóricos y
abstractos, moldes de obligado cumplimiento para situaciones distintas en
algunos casos y antagónicas en otros.
Si por democracia entendemos el sistema jurídico-político
que garantiza la capacidad de los pueblos para decidir su futuro y determinar
su curso histórico, deberemos llegar sin mucho esfuerzo a la conclusión de que
las formas que caracterizan a las sociedades divididas en clases serán sin
remedio antagónicas a aquellas que justo tienen como objetivo estratégico
acabar con la explotación y la construcción de una sociedad alternativa.
Las “formas” de la democracia están ligadas pues a
objetivos estratégicos determinados. No
existe, por tanto, un modelo de democracia que se sitúe por encima del bien y
del mal.
Un pueblo no construye su soberanía en lo teórico: los
pueblos construyen su soberanía en el transcurso del proceso histórico,
sintetizando las experiencias, sacando conclusiones e “inventando” fórmulas que
garanticen su desarrollo y consolidación en cada etapa. En ese sentido, lo que
llamamos hoy Revolución Cubana es un largo proceso histórico que se inicia el
10 de octubre de 1868, por Carlos Manuel de Céspedes y otros patriotas cubanos
y que continúa abierto con expresiones distintas hasta la actualidad. Este
largo período histórico de más de un siglo ha tenido como constante la lucha
contra la dependencia de cualquier tipo y la construcción de la patria cubana.
A seis años del V Centenario del “Encontronazo”, son
todavía muchos los que se resisten a reconocer que no sólo fueron esquilmadoras
y explotadoras las relaciones económicas de dependencia creadas entre las
metrópolis y las colonias, sino que también lo fueron, cosa lógica, las formas
políticas en las que se asentaron como mecanismos para perpetuar la dominación.
Resulta polémico, como mínimo, aceptar que existen valores universales, sobre todo porque
cuando se habla de ellos –desde la ideología del eurocentrismo-, se está
hablando casi de modo exclusivo a los que se acuñaron en la llamada modernidad,
o más exactamente, a los contenidos que asumieron a partir de esta etapa
histórica de Europa. Para el tema de las
“formas y contenidos de la democracia”, se pretende como universal y única
aquella que se expresa en la forma del multipartidismo y el modelo de
representación liberal. El verdadero contenido de la democracia, es decir, la
participación del pueblo en la toma de decisiones que trascienden sobre sus
vidas como colectivo, pasa a un segundo plano. Es la “forma” la que prevalece
por encima de todo: de la
Historia , de la cultura, de la lucha de clases, etc.
La reflexión sobre las formas y contenidos de la
democracia ha sido una constante en el movimiento revolucionario popular y
nacional contemporáneo. Sus conclusiones en América Latina y El Caribe han
venido reflejando la estrecha relación entre teoría y práctica al calor de las
tradiciones autóctonas propias. En el último período, el del tránsito de las
dictaduras militares a la formas de democracia liberal, las conclusiones ya
definen con contundencia el carácter del modelo impuesto: una democracia de
minorías oligárquicas, formal, restringida, dependiente y excluyente de lo
popular y lo nacional, entre otras cosas porque ha sido el modelo que viene
garantizando las políticas de ajustes y de desnacionalización, las políticas
fondomonetaristas. La transición democrática ha sido recortada, tomando como
referencia los esquemas liberales europeos y norteamericanos, los cuales,
además de ser ajenos a las identidades de los pueblos, chocan y se superponen a
estructuras materiales y tradiciones culturales que, incluso, les impiden
alcanzar su plenitud. Se trata de una forma restringida de la propia democracia
liberal. Un subproducto histórico concreto implantado sobre el capitalismo
periférico, tutelado por minorías sociales y clanes militares y, además,
condicionado al interés neocolonial, a las doctrinas de “seguridad nacional” y
a las diversas estrategias del imperialismo.
En este contexto, la defensa del derecho de
autodeterminación de los pueblos queda vacío e indefenso para seguir avanzando
en su concreción histórica. La falacia del “pensamiento único” llega a extremos
de inusitada desfachatez, al poner condiciones al derecho de autodeterminación.
No es posible la autodeterminación con condiciones.
Era
lógico, por tanto, que desde Bolívar a Sandino, pasando por José Martí,
Mariátegui y tantos otros, se teorizara, lo mismo que lo hizo la burguesía
europea cuando necesitó arrancar a la aristocracia el poder, sobre los
instrumentos políticos más idóneos para defender, desarrollar y consolidar
procesos revolucionarios en los que era todo el pueblo el que se enfrentaba a
un enemigo común. Estaba claro que el modelo político que sirvió para instaurar
la dominación no podía servir para aplastarla.
Tras
la defensa del modelo liberal de democracia no se esconde, por tanto, ningún
objetivo “principista”, sino intereses bien concretos y determinados
históricamente por la necesidad del imperialismo de seguir garantizando la
explotación de los pueblos y su dominación política. De ahí el tremendo odio
hacia Cuba, hacia su Revolución, hacia su sistema político y social.
Es
posible que para algunos compañeros y algunas compañeras que colaboran en la
edición de “Cuba Va”, o en su distribución y debate, estas reflexiones parezcan
insuficientes; seguro que lo son. Pero desde mi modesto punto de vista, sin
este preámbulo será difícil abordar en el futuro, desde una posición teórica
rigurosa y firme, el análisis de los rasgos que definen y dan carácter a la
democracia en Cuba, al sistema político que hasta ahora viene garantizando el
derecho de autodeterminación de su pueblo y el ejercicio de una auténtica
soberanía.
Abril,
2014
Roete Rojo.
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