jueves, 9 de febrero de 2012

Abecedario maldito

Dedicado a mis hermanas uruguayas, a mis hermanos uruguayos


María Isidora y Atanasia esperaban pacientes la resolución del bullicio que se desarrollaba dentro de la estancia; un bullicio de todos modos conocido, familiar, aunque no por ello menos inquietante: la partera había acudido  por arte de magia -a falta de teléfono o vehículo similar- y todo había sido un revuelo de calderos puestos en el fuego, de trapos blancos inmaculados sobre la mesa de la pequeña habitación que era el centro de la actividad familiar.
Los niños expulsados al campo, aprovechaban la ocasión para jugar  sin alejarse mucho para no perderse los detalles de situación tan especial que llegaba a romper la monotonía de los pastos siempre verdes. Fidelino y Saturno, uno gateando apenas y el otro en brazos de Mariana, la hermana mayor, respiraban ausentes, con la mirada perdida en el horizonte sin fin, ajenos a la expectación del ambiente.
Donato, el último peón llegado, Dios sabe de dónde,  con su típico acento italiano, preparaba un mate con sus manos recias, esculpidas en adobe puro resecado por mil miserias, sin despegar los ojos de la tierra,  rastreando absorto geografías ocultas para todos menos para él, pareció presentir la tragedia que se cocinaba en el único aposento privado de la estancia, el dormitorio de los patrones, José y Renata.
Aquel grito que cambió el rumbo del viento marcado por la veleta que coronaba el viejo depósito del agua... aquel silencio que rompió los oídos de Fidelino que arrancó a llorar... ¡Aquel temblor de la tierra que hizo a Saturno morder el pecho adolescente de Fidelina en un intento de agarrarse a la vida que a todas luces se desgarraba!... ¡Aquel tronar del cielo que dejó confundida a Atanasia que andaba pacientemente despiojando al hijo de Donato, el niño de ojos negros y cabellos como los bucles magistrales que Renata creaba con su tenedor certero sobre el dulce de leche!.
Las caderas de María Isidora sufrieron una convulsión interna y, desde aquel momento, tuvo la certeza de que sería estéril. Ella fue la primera en reaccionar: se alisó los cabellos con un gesto estudiado, adoptó la figura de estatua viviente que la acompañaría hasta su muerte y, como movida por una fuerza extraña al lugar, se dirigió decidida hacia el aposento de sus padres. Acostumbrada a hacer frente a todas las dificultades, su seriedad se había hecho famosa entre el paisanaje del lugar.
Renata lloraba desconsoladamente mientras abrazaba contra su pecho un bultito envuelto en trapos, igualito a una momia; con la mirada loca y fija en algún lugar lejano y perdido,  el pelo mostraba multitud de canas ausentes pocas horas antes, la piel quemada por el trabajo en el campo lucía de una palidez extraña y marmórea, habían crecido las uñas de los dedos de sus manos y los labios estaban cubiertos de grietas tan profundas como los ríos que visitaban en vacaciones.
Francisca, la partera,  caminaba el aposento de un lado para otro, recogiendo los despojos del parto, apilando de cualquier forma, como torbellino, los otrora trapos blancos inmaculados, dirigiendo miradas furtivas a José quien, con los brazos caídos, daba la impresión de un maleante descubierto con las manos en la masa.
- Ya le dije, le espetó Francisca, que engendrar el mismo día en que la luna nos inundó con perfumes de rosas montaraces no le traería nada bueno, pero no quiso hacerme caso, ni atendió a mis remedios tantas veces urgidos en casos semejantes. Tu madre, altiva y soberbia como siempre, casi  se muere de la risa: - Vieja comadre, me dijo, ¿cuándo te olvidarás de los necios augurios traídos desde el negro barrio sur?.
María Isidora apartó a su padre con un gesto diligente de su brazo izquierdo, se acercó al lecho y arrebató con dulzura al bultito de los brazos maternos. Valiente, descubrió con sumo cuidado el rostro y cuerpecito del recién nacido: era un bultito rosado que exhalaba olor a tierra húmeda, con todas las cosas precisas para convertirse en un hombre entero y dirigió, entonces, su mirada inquisitiva hacia los ojos de Francisca.
- No te dejes engañar por la envoltura... nació embrujado, cuídate de él, cuando abría las entrañas de tu madre, le escuché recitar el abecedario mientras venía a este mundo de desgracias, con los ojos abiertos y sedientos.
María Isidora respiró tranquila, cobijó al bultito entre sus brazos y ambos corazones, al reconocerse y saludarse, compartieron un profundo suspiro que impregnó el ambiente de un fuerte olor a tierra húmeda. Lo sintió como algo definitivamente suyo. Comenzó a mecerlo mientras le cantaba, la bruja peruja descansa en el cielo, con dientes de plata merienda luceros, la bruja peruja se lava la cara, con agua de estrellas y jabones de nácar.
Desde aquel momento no lo abandonó ni un instante. Al principio lo observaba día y noche buscando alguna señal que fuera expresión del maleficio del que se hablaba en voz baja para que ni paisanos ni extraños supieran...  hasta que las estaciones del año con su particular laboriosidad impusieron su ritmo a todos los miembros de la casa.
Julio, así se llamó al bultito, crecía como una matita más entre el verde pasto, con sus inmensos ojos sorprendidos que sólo brillaban con gesto humano cuando oía la voz de María Isidora o presentía su presencia. Ella siempre le traía un modesto presente: una piedra de un color especial, un pajarito descuidado caído del nido, sus primeros zuecos de madera para evitar el barro y aislar los pies del frío y de la humedad, su primera navaja con empuñadura de hueso con la que le gustaba tallar pequeños trozos de madera con auténticos jeroglíficos. Hablaba mascullando y sólo María Isidora alcanzaba a entenderlo.
Al decir de Renata, el niño no se parecía a ningún pariente que ella pudiera buscar entre sus recuerdos, petisito y bien flaco no lograría abrirse camino en aquel mundo de hombres rudos hasta para el amor. La influencia enfermiza de la hermana -sentenciaba Renata-, haría de él un ser afeminado, su aspecto aindiado reforzado por un pelo negro como la brea y lacio como de caballo la sofocaba imaginando los comentarios de las viejas urracas.
Cuando llegó el tiempo de acudir a la modesta escuela rural, Renata se cerró en banda y dijo que sólo por encima de su cadáver el niño aprendería a leer. El joven maestro, incluso, se atrevió a visitarla para convencerla de que ningún derecho le permitía, por el simple hecho de ser madre, privar al niño de un instrumento que le abriría las puertas de la educación y le capacitaría para ser útil a la sociedad. Renata le escuchó con afectada atención y sólo comentó con preciso acento:
- Joven, regrese tranquilo, el niño no pisará su escuela.
José fue incapaz de disputar a su esposa el mando de cuestión tan doméstica, preparó su mate y salió sin intentar tan siquiera la primera palabra; la madrugada lo descubrió con un pucho apagado entre los labios acariciando el lomo de su perro favorito.
María Isidora, que tantas  cosas le había enseñado, no se atrevió jamás a vulnerar la voluntad de Renata pero en las noches le contaba o leía cuentos, historias, noticias, pronunciando con actitud teatral la separación silábica de cada palabra: "A-yer en Mon-te-vi-de-o co-men-za-ron los car-na-va-les. Es-te a-ño son mu-chas las mur-gas que se dis-pu-ta-rán los pri-me-ros lu-ga-res del cer-ta-men..."
Julio seguía con los labios las noticias como si él mismo fuera el que las estaba leyendo y no se sabe cómo llegó a guardar en su cerebro decenas de sílabas cuyos símbolos grababa clandestinamente en sus maderas preferidas o a escondidas sobre la tierra en las ocasiones en que le ordenaban recoger boñigas de res para encender la lumbre.
Renata al fin tuvo que morirse pero para entonces habían pasado tantos años del primer abecedario que a nadie se le ocurrió que Julio aprovecharía la ocasión para aprender a leer. Resueltos los trámites del velorio ambos hermanos comprobaron cuánto habían envejecido. La pequeña estancia se había llenado de niños gritones, hijos e hijas del resto de hermanos; descubrieron que eran tíos al verse privados de la intimidad compartida. José apenas era un arbusto envejecido y huraño que ocupaba un sitio casi invisible junto al fogón, tan sólo Donato se atrevía a dirigirle unas palabras antes de compartir una copita de grapa en aquel silencio plagado de duendes tozudos como moscas cojoneras.
- Julio, dijo María Isidora sin levantar la vista de su labor eterna, toma la yegua negra y vete al pueblo, compra El País y distráete un rato en el boliche mientras lees el diario.
Él la miró con sus ojos tan amados y como si fuera la cosa más natural del mundo, abandonó la estancia, recorrió el camino sin impaciencia, saludó al vendedor de diarios, tomó el suyo entre las manos con una solemnidad espontánea y se dirigió al boliche "El Resorte"; masculló un "buen día", ocupó una silla en el lugar más soleado, pidió una copita y se dispuso a leer con una emoción que a esas alturas no podía disimular.
Acariciaba con la mirada la portada, igual a un hombre enamorado que contempla a una mujer hermosa a la que va a desnudar poco a poco, y que se ofrece, entregada, al descubrimiento de paisajes y sensaciones desconocidas. Negro sobre blanco se hacía realidad el deseo insaciable de palabras con el que había sido arrojado a una existencia en la que se le había castigado horriblemente, dejándole como única herencia un montón de sílabas inconexas que le atormentaban por la noche desde que no le dejaron apaciguar sus miedos no declarados abrazado al cuerpo de su hermana María Isidora. Pero Renata había vuelto a sentenciar:
- Es hora de que ese muchacho duerma en su propia cama o ese Dios, al que al parecer en esta casa nadie respeta, bajará de nuevo a ajustarnos las cuentas.
Allí estaban, sin embargo, las sílabas que formaban palabras. Una carcajada hizo volver los rostros gastados y acodados en la barra del boliche, pero la tierra había moldeado a aquellos hombres para no sucumbir fácilmente a las sorpresas y en unos segundos cada quien andaba en sus propias cosas.
La vieja radio, cubierta de polvo y grasa acumulados durante décadas, lanzaba a los cuatro vientos sus noticias, alternando mensajes con promesas de remedios extraordinarios para la calvicie o la artritis y  canciones dedicadas por  mozas ennoviadas. ¡Allí estaban, sin embargo, las sílabas que formaban palabras!  Entonces fue cuando recordó que no sabía leer.
Meditó sobre las ironías de la vida mientras pasaba a la página segunda que le sorprendió con una fotografía en la que unas figuras humanas estaban patas arriba. A todas luces quedaba claro, incluso para él, que un peón no adoptaría esa posición justo el día más importante de su vida, aquel en que recibía un lote de tierra de manos del gobierno. Hombre de recursos urdidos durante años de soledad arqueó las cejas y con ademán socarrón buscó en el bolsillo de su camisa hasta sacar unas lentes compradas cuando gurisito en la feria de Salto; las puso en el lugar preciso de su cara y dio la vuelta al diario...  Los paisanos acodados en la barra del boliche suspiraron aliviados.
Fue así como su vida se transformó cobrando sentido. Las faenas de la estancia las resolvía diligente sorprendiendo su vitalidad a todos los que habían envejecido a su lado observándole de reojo. Luego,  se lavaba meticulosamente las manos, mojaba su cabello todavía sin una sola cana, se afeitaba y, como el que acude a una cita de vida o muerte, montaba en su yegua, galopaba hasta llegar al pueblo, saludaba al vendedor de diarios y...
María Isidora siempre esperaba su regreso con el mate preparado, ambos se sentaban al calor del fuego o del sol, según el día. Julio le explicaba con todo lujo de detalles las últimas novedades de la realidad nacional y local.
Las transformaciones sufridas en la casa tras la muerte de Renata habían ocupado todos los vacíos construidos por la madre. Como hormigas nerviosas una cuadrilla de albañiles y carpinteros andaluces había salvado del derrumbe definitivo la casa sumida en el espanto de un luto que se inició el día del primer abecedario y que fue dirigido por Renata sin darse un segundo de respiro.
Así que, el piso fue nivelado por cemento, la humedad de los muros cedió su paso al milagro de la cal, las ventanas se agrandaron para favorecer una mejor iluminación y ventilación de las habitaciones, la vieja cocina se convirtió en auténtica casa de muñecas con todos los cachivaches que María Isidora había ido comprando con sus pequeños ahorros durante años y años, el ajuar de una mujer que estaba decidida a morir virgen.
Las labores de costura, realizadas hasta cubrir sus ojos de blancas nebulosas, saltaron desde los viejos baúles convertidas en alegres cortinas, toallas con iniciales bordadas, colchas que cubrían las camas de románticas historias, alegres manteles que convocaban al apetito, floreros  ocupados por flores frescas, tiestos de macetas recién pintados con los colores de la bancada nacional, el reloj de cuco con sus bailarinas mostrándose a cada rato. Hasta se hizo venir al veterinario para que vacunase a los perros olvidados y al médico para que pusiese un mínimo de orden en aquella muchachada que, al amparo del descuido de todo y de todos, había crecido casi de manera salvaje, hijos desgreñados y raquíticos de los peones.
En medio de aquella revolución, María Isidora no se olvidó de José quien andaba convertido en una vieja maleta que alguien se dejó en un rincón y a todos anda molestando. Con una inmensa dulzura lo tomó de la mano conduciéndolo a la pileta. Allí, mientras lo ponía al día de las últimas novedades del ganado y el pasto, arregló sus cabellos y adecentó su cuerpo entero, vistiéndolo con ropa cómoda, limpia y perfumada. Donato no daba crédito a lo que veía y corrió espantado a su casa. Luego, a media tarde, regresó donde el patrón, con sus mejores pantalones de pana y la vieja baraja española dispuesto a jugarse un truco con José.
Era como si el olor a rosas montaraces no hubiese aparecido años atrás para destrozar los sueños traídos desde el viejo Mediterráneo y de los que sólo habían sobrevivido las parras.
Julio, por su parte, encontraba un goce extraordinario en cada nueva experiencia y pareció haber perdonado. En el nuevo ambiente su devoción favorita seguía siendo releer el diario a la vuelta del boliche. Leerlo con las fotografías "patas arriba", en la confianza de que en aquella casa habitaba, por fin, nadie le haría un reproche. Los niños gustaban de acudir a la cocina mientras él leía su diario. Niños gritando y madres gritando aún más no parecía el lugar más adecuado para concentrarse pero a él le motivaba el olor de las ollas puestas al fuego. Un poco tocado del oído soportaba con paciencia las preguntas sin compasión de los sobrinos que le exigían leyese las noticias en voz alta... al final siempre acababa "calentado" y entonces era cuando llegaba María Isidora y le preguntaba distraída:
- Julio, ¿viste si en el diario anuncian algún remedio para las telarañas de mis ojos?
Aquella mañana, por primera vez en su vida, Julio se despertó consciente de que María Isidora no estaría poniendo el agua a hervir sobre el fogón. El día anterior le había comentado susurrándole al oído que viajaría a Salto donde un joven “dotor” había traído nuevas ciencias para curar el mal de los ojos. Julio aceptó con la mirada y besó los ojos de su hermana.
- Cómprame brillantina para el pelo, fueron sus palabras de despedida. Por eso aquella mañana no tuvo prisa a la hora de resolver sus asuntos movido por la corazonada de que si retrasaba el reloj de sus hábitos, el tiempo real se tornaría más breve y el reencuentro más próximo.
Cuando llegó al boliche los parroquianos eran escasos. Repitió todas las escenas cotidianas mientras la radio emitía una selección de su ópera favorita, mientras Ariel, dentro del mostrador, secaba los vasos y ordenaba las botellas como para una exposición, mientras se oían en la calle los gritos de un vendedor de fruta, mientras el barbero tiraba de la persiana de su negocio, mientras el reloj de la iglesia proclamaba que eran las doce del medio día y los ladridos de los perros comenzaban a amortiguarse en el horizonte de sus gastados oídos.
Y fue, de nuevo, aquel silencio en el que una voz de hombre se desgranaba:
- A, b, c, d, e... f, g, h, i... j. k, l, m... María...
Ariel volvió el rostro despacio negándose a reconocer y con la solemnidad que la cercanía de la muerte impone. Caminó despacio hasta el cuerpo de Julio cuya cabeza sin una sola cana estaba volcada sobre el diario, con los ojos abiertos y sedientos. Con religiosidad apartó la cabeza inerme y tomó el diario por la página abierta.
La fotografía de una mujer tendida sobre el piso de una calle cualquiera, rezaba en el pie de foto: Mujer muerta, ayer, en la calle Batlle, de Salto, atropellada por un vehículo particular...
Un fuerte olor a rosas montaraces lo inundó todo.

Roete Rojo
Cuento publicado por la Revista EntreRíos. Nº 3. 2006

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