jueves, 29 de marzo de 2012

Las montañas azules de la vega de Granada


Llevaba razón Federico al describir como azules las montañas que rodean a la Vega de Granada. Hoy, de nuevo, he podido comprobar cómo la Sierra de Parapanda, desde primeras horas de la mañana hasta bien entrada la noche, era una sinfonía de azules y morados oscuros. Pienso que mi vida podría sentirse culminada si quedase para siempre inmovilizada en una de esas instantáneas. Mas nada es como uno desea.

Esas mismas montañas ocultan un entramado de sangres, miserias, injusticias y desgracias que podrían ser motivo de una elegía dedicada a los hombres y mujeres que habitaron sus laderas, se ocultaron en sus cumbres, lucharon en las trincheras construidas, amaron y murieron en esa sinfonía de color azul que pasó desapercibida hasta que Federico la describiera.

¡Es amoroso el silencio que me rodea mientras esto escribo! Sólo el murmullo de las conversaciones que en la calle mantienen los vecinos, sentados en sillas formando un corro... algún perro nervioso o avisado que ladra en la lejanía, el ruido del lápiz que se desliza sobre el papel...

Mis perros adoraban (literalmente) este silencio de la Vega; recostando los hocicos en la baranda de la terraza desde la que se divisan en las noches las montañas,  convertidas en terciopelo negro. Parapanda, más poderosa y misteriosa que a cualquier otra hora del día, al fondo. Permanecían horas y horas en tensión absoluta, olfateando el silencio, siguiendo el rastro del silencio, conmovidos y distantes como estatuas de sal, sin responder a mis amorosos reclamos.

Ha vuelto la lechuza blanca, provocando su especial vuelo un revuelo en los recuerdos almacenados avariciosamente en las paredes del corazón y en las neuronas del cerebro. ¡Qué desgracia vivir sin memoria!, sin memoria sensitiva, visual, emocional o histórica. Ese parece ser el mal de nuestro tiempo en este primer mundo subdesarrollante. Creo que no existe cosa alguna que pueda espantarme tanto. Por eso entiendo que la muerte es irreconciliable con la vida. Nada peor que el olvido que se convierte en una apisonadora que nos impide reconocer lo que fuimos y lo que somos. No existe perdón para el que voluntariamente olvida apremiado por las esclavitudes del día a día, por el deseo no satisfecho, por el miedo, la vanidad, el despecho, el rencor o la superficialidad.

No puedo alardear de buena memoria, al menos a estas alturas de la vaina. De vez en cuando me sorprende un presentimiento que da vueltas y vueltas en la cabeza hasta que puedo reconocerlo como un recuerdo y me espanta constatar que durante años no fue más que olvido.

Es tanto el pavor que me provoca el olvido, la desmemoria, que a veces me agarro pegajosa a recuerdos-madre que quedan convertidos en mitos sobre los cuales no es posible la reflexión y sobre los que construyo un andamiaje que sólo los sustenta ante mi vista. ¡Que nadie los toque que se toparán con mi pasión! Que nadie con sucias manos venga a mancillarlos, ni una palabra consentiré convertida en la peor de las fieras.

Y sin embargo la vida nos obliga a olvidar a cada instante. Olvidar las mentiras, el engaño, la indiferencia o el desprecio. No arrojarlas al baúl de lo inexistente sino convertirlas en “lecciones” para que no acaben por acumulación siendo motivos contundentes de muerte civil, de autismo social. Esas mentiras hay que olvidarlas millones de veces a pesar de que la operación para erradicarlas una y otra vez deje un rastro de necrosis hediondas. Hay remedios para todos los efectos secundarios. Poseo un recetario extenso al respecto.

Basta, sin ir más lejos,  con mirar de nuevo las sierras azules de la Vega de Granada para comprobar que el remedio no sólo es posible sino también cierto. Al mirarlas con los ojos universales de Federico sigo descubriendo un corazón abierto a la belleza y al dolor del paisaje humano imperecedero.

Marianita
Junio 2004.

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