Llevaba razón Federico al describir como azules las
montañas que rodean a la Vega de Granada. Hoy, de nuevo, he podido comprobar
cómo la Sierra de Parapanda, desde primeras horas de la mañana hasta bien
entrada la noche, era una sinfonía de azules y morados oscuros. Pienso que mi
vida podría sentirse culminada si quedase para siempre inmovilizada en una de
esas instantáneas. Mas nada es como uno desea.
Esas mismas montañas ocultan un entramado de
sangres, miserias, injusticias y desgracias que podrían ser motivo de una
elegía dedicada a los hombres y mujeres que habitaron sus laderas, se ocultaron
en sus cumbres, lucharon en las trincheras construidas, amaron y murieron en
esa sinfonía de color azul que pasó desapercibida hasta que Federico la
describiera.
¡Es amoroso el silencio que me rodea mientras esto
escribo! Sólo el murmullo de las conversaciones que en la calle mantienen los
vecinos, sentados en sillas formando un corro... algún perro nervioso o avisado
que ladra en la lejanía, el ruido del lápiz que se desliza sobre el papel...
Mis perros adoraban (literalmente) este silencio de
la Vega; recostando los hocicos en la baranda de la terraza desde la que se
divisan en las noches las montañas, convertidas en terciopelo negro. Parapanda,
más poderosa y misteriosa que a cualquier otra hora del día, al fondo.
Permanecían horas y horas en tensión absoluta, olfateando el silencio,
siguiendo el rastro del silencio, conmovidos y distantes como estatuas de sal,
sin responder a mis amorosos reclamos.
Ha vuelto la lechuza blanca, provocando su especial
vuelo un revuelo en los recuerdos almacenados avariciosamente en las paredes
del corazón y en las neuronas del cerebro. ¡Qué desgracia vivir sin memoria!,
sin memoria sensitiva, visual, emocional o histórica. Ese parece ser el mal de
nuestro tiempo en este primer mundo subdesarrollante. Creo que no existe cosa
alguna que pueda espantarme tanto. Por eso entiendo que la muerte es
irreconciliable con la
vida. Nada peor que el olvido que se convierte en una
apisonadora que nos impide reconocer lo que fuimos y lo que somos. No existe
perdón para el que voluntariamente olvida apremiado por las esclavitudes del
día a día, por el deseo no satisfecho, por el miedo, la vanidad, el despecho,
el rencor o la superficialidad.
No puedo alardear de buena memoria, al menos a estas
alturas de la vaina. De
vez en cuando me sorprende un presentimiento que da vueltas y vueltas en la
cabeza hasta que puedo reconocerlo como un recuerdo y me espanta constatar que
durante años no fue más que olvido.
Es tanto el pavor que me provoca el olvido, la
desmemoria, que a veces me agarro pegajosa a recuerdos-madre que quedan
convertidos en mitos sobre los cuales no es posible la reflexión y sobre los
que construyo un andamiaje que sólo los sustenta ante mi vista. ¡Que nadie los
toque que se toparán con mi pasión! Que nadie con sucias manos venga a
mancillarlos, ni una palabra consentiré convertida en la peor de las fieras.
Y sin embargo la vida nos obliga a olvidar a cada
instante. Olvidar las mentiras, el engaño, la indiferencia o el desprecio. No
arrojarlas al baúl de lo inexistente sino convertirlas en “lecciones” para que
no acaben por acumulación siendo motivos contundentes de muerte civil, de
autismo social. Esas mentiras hay que olvidarlas millones de veces a pesar de
que la operación para erradicarlas una y otra vez deje un rastro de necrosis
hediondas. Hay remedios para todos los efectos secundarios. Poseo un recetario
extenso al respecto.
Basta, sin ir más lejos, con mirar de nuevo las sierras azules de la
Vega de Granada para comprobar que el remedio no sólo es posible sino también
cierto. Al mirarlas con los ojos universales de Federico sigo descubriendo un corazón
abierto a la belleza y al dolor del paisaje humano imperecedero.
Marianita
Junio 2004.
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