A pesar de que el otoño había avanzado las noches seguían
siendo cálidas. En la ciudad muchas ventanas permanecían abiertas y las gentes
asomaban sus rostros sorprendidos. Hasta aquí la realidad genérica.
La ciudad sin embargo permite otras lecturas, infinitas
lecturas. Oculta en su entramado alegrías y dramas que al día siguiente, o en
un sólo instante quizás, pueden mutar por acontecimientos insignificantes o
trascendentes.
Un hombre yacía en la cama dolorido, sabiendo que sus horas
estaban contadas.
Una joven necesitaba calmar ese dolor físico y el dolor
moral de la despedida no consentida.
Un joven necesitaba besar unos labios húmedos de mujer.
La ciudad, el hombre, la joven y el joven son los
protagonistas de esta historia. Las presentaciones quedan pues certificadas.
El que hace la ley
hace la trampa, dice
el dicho. Y por si acaso las trampas no existieran, se hacen presentes las
ataduras, los compromisos y las deudas. Las deudas son algo muy serio, sobre
todo cuando comprometen silencios.
Por una de esas deudas el joven tenía la posibilidad de
acceder al recetario especial, al sello, a la firma del médico… y a la caja
fuerte donde se guardaba el BUPREX (*)
¡El séptimo cielo! Todo lo mágico y desconocido se resumía
en esa palabra: BUPREX.
Algunas de esas noches otoñales tan atípicas, ambos jóvenes
recorrían a pie la distancia que los separaba del lecho del hombre enfermo. Las
terrazas de los bares aún daban cobijo a grupos de conversadores más o menos
risueños, que de vez en cuando miraban furtivamente la hora en sus relojes.
Por el camino, en dos lugares discretos, el joven besaba los
labios húmedos de la joven y un escalofrío le recorría todo el cuerpo. No pedía
más, nunca pretendía nada más, sólo ese escalofrío que le hacía sentirse vivo y
le permitía escupir unos cuantos “daños y perjuicios” de los acumulados durante
años de lucha, de batallas perdidas, entre la realidad y sus deseos.
En la casa del hombre enfermo las luces prendidas anunciaban
la espera, la llegada. La
cena, preparada con dedicación y rechazada con obstinación, vagaba como un
duende disfrazado de olores.
Palabras mentirosas pero aliviadoras y sonrisas fingidas
envolvían por unos instantes el ambiente.
En pocos minutos las facciones tensas del hombre enfermo
volvían a la normalidad y sus ojos recobraban la belleza perdida. El trato no
escrito se había consumado: Buprex por besos. Un trato basado en la solidaridad
y la complementariedad humanas, ajeno a la división clasista del trabajo.
Solidaridad significa compartir horizontes y riesgos. Como
tantas veces hemos oído decir a Fidel, “no damos lo que nos sobra, compartimos
lo que tenemos”.
Sin ella, sin la solidaridad, eso que llamamos “Humanidad”
sería un amasijo de violencias y claudicaciones sin término, sin pausa ni esperanzas
y el mundo sería peor de lo que es…
aunque nos cuente trabajo imaginarlo.
Manuela
(*) BUPREX es el nombre
comercial de un medicamento cuyo compuesto principal es la Buprenorfina.
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