lunes, 8 de diciembre de 2014

PUTA NAVIDAD


(En relación a la de 2014)

            Odio la navidad. Si busco en mi memoria el rechazo viene de antiguo. Vivir la infancia en plena tardoposguerra imprime carácter, me digo. Aunque en casa no pasáramos hambre, en el barrio, en las calles que recorría camino de la escuela, sí que se hacía sentir y el dolor humano me ha perseguido siempre desde que tengo eso que llaman “uso de razón”, una garra cruel que atenaza mi garganta. Por eso, cuando oigo el discurso del Pepe Mujica, en la última Cumbre de UNASUR, me siento tan identificada con él.
            De aquellas navidades de la infancia tengo, sin embargo, buenos recuerdos. Nos reuníamos en casa de la Tía Juana, con sus cuatro hijos varones, mis primos; acudía también la Tía María y el Tío Tomás, mis padrinos,  con el primo Rafa,  y mi familia. Llegábamos caminando, con ese frío que siempre defino como cuchillo fino que te corta la cara en rodajas. Siendo yo la más pequeña me gustaba observar a los primos mayores quienes siempre me dedicaban cariños y bromas. El Tío Curro y mi padre se achispaban y se disfrazaban de mujeres, todos reíamos. Cantábamos villancicos picantes, bastante heterodoxos y hasta blasfemos, si tenemos en cuenta el dogmatismo del “nacionalcatolicismo”, ideología única obligada.
Me gustaba también  el rostro que presentaba durante esas fechas la ciudad del desamparo: las familias pobres y los gitanos que vendían en sus calles las zambombas, los arbolitos de navidad, las panderetas, alrededor de un caldero con unas ascuas de lumbre para sobrevivir al frío … daban a la ciudad un ritmo nervioso y alegre.         
Por desgracia siempre llegaba al final el día de los Reyes Magos. Nunca creí en esos señores barbudos que traían regalos y no sólo porque mi familia grande fuera republicana. Me parecía absurdo que tres hombres visitaran todas las casas del mundo, el mismo día a la misma hora. Además, para las familias pobres los deseos de los niños y niñas nunca contaban para esos señores barbudos. Llegaban siempre los calcetines, una muda de ropa nueva y cosas así, tan alejadas del muñeco que deseabas, de la cocinita soñada, del libro con imágenes en colores,  etc. Lo peor de todo era cuando te traían de regalo un juguete arreglado que habías visto muchas veces en otra casa. Se te ponía cara de, “bueno, pero es que se piensan que soy gilipollas”.
            La navidad fue divertida durante la adolescencia, cuando viajaba al pueblo de mi madre y podía salir a la calle con primas, muchachas y muchachos de mi edad. Pervivían tradiciones culturales antiguas: salir a pedir los aguinaldos, cantando en cada casa, donde éramos recibidos con dulces caseros, licor café o mistela. Los bailes en una cochera, regresar de madrugada, las sábanas como témpanos, tapándonos la cabeza.
            Creo que también odio la navidad porque odio el azúcar. La fiesta hubiera sido percibida de distinta manera si lo tradicional hubiese sido comer aceitunas o arenques, para mí las dos mayores delicatessen que se puedan degustar.
             A medida que la “autarquía endémica” iba desapareciendo se instalaba una nueva navidad: la de las compras compulsivas y el consumo desbocado.
            Ahora, en plena crisis, todos esos excesos inundan el ideario colectivo de frustración, rabia o melancolía. La publicidad sigue ocupando, sin ningún pudor,  un lugar determinante en la televisión: mujeres hermosas y hombres hercúleos que anuncian colonias sofisticadas o relojes de grandes marcas; niñas y niños felices recibiendo regalos electrónicos; mesas llenas de manjares, sonrisas, fraternidad y alegría por todos sitios. Nada más ajeno a la realidad.
            La navidad no frena los desahucios, no llega con empleo para los 6 millones de parados y paradas; no nos regala una sociedad sin exclusión social ni hace desaparecer la desnutrición infantil, sólo refuerza el carácter cruel del genocidio social imperante.
            Reitero pues: ¡Puta Navidad!
Diciembre 2014
Roete Rojo