martes, 24 de enero de 2012

La desgracia

Cierto día, mi mascota me contó que una amiga común estaba pasando por un mal momento. –Escríbele, me dijo.
          Por aquellos tiempos mi insomnio resultaba de lo más productivo: pasaba la noche escribiendo, corrigiendo trabajos ajenos, etc. Aquella madrugada, antes de irme para la cama a descansar un rato, escribí a nuestra amiga un corto, un “suelto”, que diría Juan Ramos, con la intención de que cuando llegara al trabajo y abriera su correo electrónico, la lectura le hiciera reír o al menos sonreír.
          Bien temprano recibí una llamada telefónica. Era ella llorando entristecida.
          Creo que este corto es un arma de doble filo, más allá de cuál fuera mi intención al escribirlo. Otras gentes también lo han sentido como una historia muy triste, ¡hasta de cruel ha sido calificado! Parece que tuviera vida propia o quizás tan sólo, múltiples lecturas.
          Lloren, sonrían o rían.

LA DESGRACIA DE NO TENER GRACIA

          Nací cuando la resaca de la postguerra aún dejaba oír sus lamentos.  En ese contexto tuve la desgracia de ser la segunda hija... ¡Y además, flaca! Era el peor de los errores filiales que se podían cometer. Estar flaca era un recordatorio de las hambres pasadas. De nada servían las explicaciones que mi madre se empeñaba en ofrecer a todo hijo de vecino:
-Mire usted, doña Paca, la niña come como una pupa viva.
De nada servían tampoco los remedios que las mujeres de la casa practicaban conmigo, incluido el de pelarme a rapa pues, según ellas, yo no engordaba porque el pelo me comía a mi.
Pero no sólo no engordaba sino que, por si faltaba alguna prueba oculta, sufría ataques de raquitismo. Las piernas como alfileres y las rodillas  adornadas con permanentes pupas y cardenales diseñaban los últimos detalles estéticos.       
- No tiene remedio, doña Paca, la niña se cae en lo más llano.
Cuando mi madre salía a trabajar o a cumplir sus promesas, me dejaba en casa de doña Paca, una viuda malagueña que vivía en el bajo derecha. Los niños jugaban en la calle, subían a los árboles, jugaban a la lima, luchaban con los tirachinas pero yo, como según ellas estaba enferma, me quedaba mirando tras la ventana abierta y cuando la calle quedaba sorpresivamente callada, contaba habichuelas blancas que iba pasando de una latita a otra. Cuando mi madre venía a recogerme y preguntaba cómo me había portado, doña Paca contestaba condolida:
- ¿Cómo se iba a portar, Carmela, si al angelito no le sale la voz de la garganta?
La cosa es que nunca me preguntaban si me encontraba bien o mal, era un ser extraño que había llegado a sus vidas sin ser solicitado. A la menor recriminación, lloraba. Lloraba en silencio, sin escándalos, como si mi llanto no fuera cosa de este mundo. Si hubiese llorado como mi hermana mayor, sin lágrimas, entre gritos y maldiciones, la cosa no hubiese llamado la atención. Pero, oigan, mi habilidad consistía en llorar en silencio, mordiéndome el labio inferior con mis perfectos dientes, mientras las lágrimas caían como una catarata amazónica.
¡Cuánto no habré llorado durante mi niñez y adolescencia!
Lloraba con la misma facilidad con que otros alzan la vista o cierran los ojos. Tanto es así que hasta lloraba a petición y por solidaridad. Que pegaban a mi hermana mayor, yo lloraba y ella no. Si nos daban unas perras para ir a la matiné del domingo, tenían que sacarme del cine porque mientras todos los niños reían con el Gordo y el Flaco...  yo me embarracaba. Las de Cantiflas me provocaban el mayor de los desconsuelos. Mi hermana intentaba quitarle al asunto dramatismo y me decía:
-¡Cuánto más llores, menos meas!.
Mi padre fue el que obtuvo el doctorado en esta ciencia-familiar consistente  en "hacer llorar a la pava". De pequeña, mientras se aseaba en el cuarto de baño a mí me gustaba observarlo.  El me decía: -Gacela, mira a ver qué tengo aquí, en el cuello, detrás de la oreja. Se agachaba para que yo pudiera palpar la zona en cuestión, sin encontrar nada. El proseguía:
-Tengo un bulto, un bulto que sale pocos minutos antes de morir, ya empiezo a sentirme mal.
Entonces, hacía como que se iba desmayando y caía con la brocha de afeitar en la mano sobre el suelo. Yo corría a su lado...y me ponía a llorar. Cuando él pensaba que ya había llorado suficiente, ¡Ale hop!, se levantaba y resucitaba.
Pensaréis que es normal que un niño caiga en esta trampa... hasta cierto punto... sobre todo si cumples 14 años y sigues llorando por la misma cosa. ¡No negaréis que no tenía mérito!
Otro ejemplo de lloro por encargo. Es la hora de la comida, algunas veces coincidíamos mi madre, mi padre y yo. Entonces él decía:
- Carmela, a la niña le pasa algo, está muy rara.
- A la niña no le ocurre nada, Juan, yo la veo normal, bueno, como siempre.
- Te digo que a la niña le pasa algo...
- Mira, Juan, como te empeñes, acabará pasándole algo.
- Carmela, te digo que a la niña le pasa algo... ¡Lleva tres cuartos de hora sin llorar!
Para acabar rápido con aquella disputa familiar, yo lloraba.
Pero mucho peor que estar delgada y según ellos, enfermiza, era mi falta de gracia. Lo peor de todo fue vivir la desgracia de no tener gracia.
En fin, todas estas cosas son relativas, ya se sabe. Si yo hubiese sido hija única hubiese sido difícil saber si yo tenía más o menos gracia. Pero era la segunda en una familia en la que la primera era el colmo del donaire, del salero, del arte... la repolla, vamos.
A mí no me hicieron jamás un traje de gitana, ni de aragonesa ni de chulapa; ni siquiera me preguntaron jamás si me hacía ilusión utilizar los trajes que a mi hermana quedaban pequeños con el tiempo. Para cualquiera de aquellas cosas había que tener un mínimo de gracia... pero yo había nacido, a todas luces, con la desgracia de no tenerla.
Por eso nunca podré olvidar aquel domingo en casa de mis padrinos a la hora del arroz con clavo (el arroz de mi madre nunca llevaba clavo y el olor era bien distinto). Estaban todos reunidos, incluso la Tía Juanita y el Tito Curro, tan bondadoso que nos daba una perra chica por cada cana que le arrancábamos de la cabeza; estaban todos contentos, seguro que habían bebido más vino del normal, hacía un terrible calor... cuando, no se por qué, a mí se me ocurrió cantar, de pronto, una canción creo que mexicana, imitando a algún artista visto en el cine:  "Con ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca, no se lo des a nadie, cielito lindo, que a mí me toca, ay, ay, ay, ay, canta y no llores, porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones..."
Casi que se parten de la risa  pero pretendieron que siguiera cantando y cantando y cantando y pronto descubrí la poca gracia que tenía tener gracia, sobre todo por capricho y con aquel calor, y decidí volver a llorar por encargo. Uno no puede cambiar, así, de la noche a la mañana, olvidar todo lo aprendido, cambiar el gesto del rostro... ¿Qué pensarían mi maestra, los primos, las niñas de la calle? No, decididamente, no quería sufrir la desgracia de tener gracia.
No penséis que por ello tuve una niñez triste, o si la tuve nada tiene que ver con esta desgracia. Ser la "pava güevos", o sencillamente, "la llorona", también ofrecía en aquella tardo postguerra sus ventajas. Nunca pensaron que fuese capaz de infringir una norma, contaba con más libertad que otros, y me dieron la oportunidad de descubrir la lectura y de inventar historias... también de echar discursos... como aquellos que me lanzaba con 8 años en el taller de costura de la tía Encarna; mi madre todos los veranos tenía la tomatera de enviarme con algún pariente al pueblo a ver si con el aire del campo conseguía engordar.
Allí, en el taller, me subían en una silla y mientras todas las aprendizas estaban sentadas formando un semicírculo trabajando en sus prendas, yo me largaba unos mítines incendiarios, utilizando palabras y expresiones que dejaban boquiabiertas a las pobres muchachas; en alguna ocasión, incluso, lo recuerdo muy bien, fue un discurso cojonudo sobre la República y el voto femenino.
-   ¿Dónde puñetas habrá oído estas cosas la zagala?, se preguntaban.
La Tía Encarna tuvo que cerrar en varias ocasiones la ventana del taller para evitar mayores.
Fue por aquella época cuando descubrí que era una suerte tener la desgracia de no tener gracia.

Marianita

5 comentarios:

  1. Este te salió muy gracioso, me maté de risa,iris

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    1. Me encanta esa prosa. "Está más cerca de la sangre que de la tinta". Tiene gracia quien así escribe. Gracias, Mariana. Me gustó también el relato Desgracia, por los trazos. Por el ambiente, por la historia digna que se puso a escribir con tu pluma. Un abrazo, desde Caracas. GG

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  2. Para las y los que no sean andaluces:
    1.- Perra o perra chica: un céntimo de peseta.
    2.- Repolla: órgano masculino muy grande. En granaíno significa: magnífico, extraordinario.
    3.- Tomatera: manía.
    Roete Rojo

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  3. Es de enorme calidad y tiene mucho realmente bueno.
    Libera el alma

    Ana María Da Silva
    Sn Ant Alt.

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  4. me sigue resultano magnifica tu prosa.. este relato me ha parecido encantador...

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