sábado, 21 de enero de 2012

La abuela Adela

En aquellos años el barrio granadino del Realejo guardaba aún bastantes reflejos de lo que fuera su pasado medieval. Calles estrechas y húmedas protegían el espacio íntimo de multitud de casas de vecinos ordenadas alrededor de patios interiores. En una de esas casas vivía la abuela Adela; justo a la salida del Cobertizo de Santo Domingo.
Yo pasaba temporadas enteras en aquella vivienda que, a pesar de ser un primer piso, tenía un pequeño jardín al que se bajaba desde la cocina. El pasillo que bordeaba el tragaluz acristalado me permitía, tomando como referencia mis medidas de entonces, vivir varias historias cuando atenazada por el temor tenía que atravesarlo y se me hacía interminable. La figura de la abuela Adela deformaba más aún los espacios vacíos. Nunca sabías por dónde surgiría porque ella no llegaba, aparecía.
El recuerdo, siempre tan movedizo, me la devuelve ahora convertida en una noble madona de contornos voluminosos, en señora muy antigua y pechugona. Me dejaba hacer y mis días transcurrían subida a la sillita de anea para alcanzar la pila de lavar, simulándome lavandera mientras cantaba letrillas de trágicos amores tan propias de la época. Observaba a los gatos en sus idas y venidas desconfiadas, desmigaba el pan para que se acercaran a donde les esperaba inmóvil para no asustarles, mecía la muñeca de cartón, la salvaba de mil peligros. Allí me sentía libre y tranquila. Tan sólo al atardecer, cuando regresaban sus verdaderos nietos, dos muchachos que me doblaban la edad, aquel mundo comenzaba a perturbarse. Nunca llegué a saber por qué me llamaban “pitirra”, por qué me hacían rabiar ni por qué llenaban de tenebrosos obstáculos el largo pasillo que recorríamos para llegar al único dormitorio que los cuatro compartíamos.
Desconfiaba de la calle y cuando la abuela Adela me pedía que le hiciera algún recado, procuraba caminar deprisa, contando portales y rejas por temor a perderme. La leche de cabra, el pan blanco y el cuarto de barra de hielo para hacer la granizada de limón en los meses de verano.
Los sábados eran días especiales pues salíamos juntas a la calle, siempre el mismo recorrido. Entrábamos en la iglesia de Santo Domingo y ocupábamos la esquina de un banco. Mientras duraba la ceremonia yo imaginaba múltiples aventuras y sólo regresaba a la realidad cuando me daba la moneda de cinco céntimos que debía echar en el cepillo del cura-niño. Tenía que deslizarme hasta la esquina ocupada por ella y aproximarme al pasillo... entonces, él me guiñaba un ojo, yo enrojecía y regresaba junto al viejísimo bolso de la abuela Adela. De vuelta a casa, entrábamos a la farmacia y me compraba una cajita de pastillas "Juanola". El comentario se repetía: -Cuéntalas bien, niña, pues tienen que durarte hasta la próxima semana.
Intuía que guardaba grandes secretos y a hurtadillas intentaba  vigilarla con la esperanza de pillarla en un descuido. Pero siempre eran los mismos gestos, los mismos recorridos, las mismas acciones. Todas las noches, ya muy tarde, cuando creía que sus nietos y yo dormíamos, daba vueltas y vueltas a la manilla del transistor que guardaba debajo de la almohada hasta dar con una voz entrecortada que le arrancaba, noche tras noche, suspiros y exclamaciones.
Un día, bien temprano, creí cogerla in fraganti. Caminé todo el pasillo sin tropezármela, entré a la cocina sin encontrar huellas de su presencia, ni tan siquiera el olor a café de malta hirviendo sobre el hornillo de petróleo, la puerta del jardín estaba cerrada por fuera. Tomé mi sillita y la busqué con la vista a través de la ventana. Allí estaba ella: sentada de piernas abiertas, el espejo sobre una maceta, una serie de utensilios sobre el faldón...¡Estaba calva!... ¡Era pelona!  Manejaba con destreza unos rollitos de pelo parecidos al crepé, untaba unas brochitas en distintos líquidos, se pintaba el cuero cabelludo e iba pegando con paciencia y destreza los trozos de pelo postizo hasta construir su inmenso moño. Luego, lavaba las herramientas bajo el agua, se miraba por última vez coquetamente en el espejo y lo guardaba todo en una talega de tela.
Aquella mañana no pude tragar el tazón de pan con leche, me encontraba enferma, temía que de pronto la abuela Adela pudiera descomponerse, que toda en su conjunto fuera mentira, que las tetorras fueran extrañas, los dientes ajenos, la narizota de cartón piedra.
Sin embargo, sus grandes misterios siguieron a buen resguardo y hubo que esperar a que pasaran muchos años para que salieran a la luz.  De la hermosa casa del Realejo habían desalojado a todos los inquilinos. La familia de la abuela Adela vivía ahora en un piso cualquiera, justo debajo del nuestro.
Tuvo que producirse  el estruendo, seguido de lamentos. Tuvimos que encontrarla en el suelo con la cabeza envuelta en sangre, toda su ropa mojada por el agua jabonosa que salía del fregadero  y que amenazaba a esas alturas con inundar el pasillo, bajo los efectos del gran trompazo... ¡Para oírla hablar en catalán!, en su lengua, en la lengua con la que había pensado desde que tenía uso de razón y que había tenido que silenciar y doblegar porque puso una bandera republicana en el pueblo de Andalucía en el que trabajaba su hijo telegrafista, porque después hubo una guerra que ella perdió, porque anduvo encerrada en sitios donde la carne de sus pechos se le caía a pedazos sin que pudiera evitarlo y donde se le cayó el pelo de tanto espanto que nunca más volvió a crecerle.
Lo que ella escuchaba en las noches del Realejo, cuando pensaba que sus nietos y yo dormíamos, aquella voz entrecortada que le arrancaba suspiros y exclamaciones, no era otra cosa que Radio España Independiente, emitiendo en catalán.

Premio de Relatos Cortos escritos por mujeres. 
Alcorcón (Madrid) 2001

1 comentario:

  1. Gracias por ayudarnos a entender la pluralidad cultural existente en España.

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