viernes, 8 de agosto de 2014

LAS BUENAS INTENCIONES

            Nadie puede exterminar al niño que lleva dentro. Lo intentamos a menudo y descubrimos que su salud y fortaleza están hechas a prueba de bomba.
            Una de las circunstancias en que se hace más presente es a finales de vacaciones de verano; estuve a punto de escribir “a finales de septiembre” pero hace tiempo que vencí el eurocentrismo y no tardé en recordar a mis amigos uruguayos, entre otros, que andan por estas fechas, cagándose de frío.
            El niño que todos llevamos dentro se presenta por estas fechas bajo la forma de buenas intenciones. Cada quien elige las suyas. Yo debo ser algo dogmática, o quizás sólo algo sentimental, pues las mías se repiten desde la más dura infancia.
            Mis buenas intenciones consisten en “organizar mi vida” para superar el despiporre, el ir y venir sin método, el hacer las cosas a salto de mata y un largo etcétera de arbitrariedades domésticas.
            En realidad no me hago muchas ilusiones y la prueba más palpable consiste en que, con el paso del tiempo, mis buenas intenciones se han ido reduciendo hasta la mínima expresión. Atrás quedaron los tiempos en que todos los viernes de verano, cuando acompañaba a mi madre al cementerio de Granada en sus promesas interminables, mis buenas intenciones eran sólo comparables en número al de chantajes planteados a Dios al final de cada curso académico.
            Aquel Dios de la infancia era estupendo. Yo le decía: -Dios mío, si apruebo el curso te prometo que en el próximo estudiaré todos los días, te prometo que no fumaré, que no volveré a leer el libro de Amado Nervo escondida debajo de la cama, que no volveré a cabrearme con la abuela Concha, que no saltaré las escaleras de siete en siete, que no comeré cebolla con pan, que no beberé el vinagre a hurtadillas, que no desearé morirme cuando la pena me acongoje, que no volveré a perder el tiempo en el colegio escribiendo cartas interminables a Kirk Douglas…
            Aquel Dios de la infancia era estupendo porque me escuchaba y la prueba más clara consistía en que siempre aprobaba el curso. Aquel Dios de la infancia era estupendo porque nunca se cobraba las deudas. Y, después de las buenas intenciones, que pretendían ser la otra cara de las promesas hechas, cada quien volvía a sus asuntos cotidianos.
            Aquel Dios de la infancia fue estupendo pero desapareció. Por eso, ahora, hay que ser más precavidos y medir con meticulosidad el número de las buenas intenciones, si es que no queremos hacer el ridículo ante nosotros mismos y perder una porción más de nuestra ya deteriorada autoestima. No somos más que espantapájaros a los que no respetan los gorriones; trapos tendidos que la brisa mueve y moja la escarcha. Nuestra vida es como una patera a la deriva que bañistas bronceados observan desde sus sombreadas posiciones.
            Mis buenas intenciones han quedado reducidas a simples objetivos, palabra más fría y madura: estudiar al menos un par de horas al principio  de cada mañana, comenzar a escribir esa novela que me ronda como una ilusión cada día más marchita y apuntar en la agenda la fecha y hora exactas de todas y cada una de las reuniones a las que deberé asistir.
            ¡Batalla ingrata! Pues desde el primer día comprobaré que la agenda se ha convertido en un enemigo invencible. Para empezar, nunca se encuentra donde debiera estar y por más que me empeñe en sistematizar su presencia, su localización resulta siempre una guerra de posiciones. Si yo estoy arriba, ella está abajo o viceversa. Si yo me encuentro fuera, ella, seguro, se hallará dentro o viceversa.
            He probado multitud de estrategias. Agenda-pequeña cuyas letras y números no puedo leer sin lentes; agenda-grande cuyo peso jode mi espalda si la llevo en la mochila; agenda-inexistente, en formato de papelitos repartidos en bolsillos, vasos, lapiceros o ceniceros, que no encuentro cuando suena el teléfono para recordarme lo que había olvidado; agenda-doble-triple, que duplica o triplica el trabajo; agenda-pizarrón, pipirrana de números de teléfono, citas, recetas de cocina, horario de medicamentos…
            O será simplemente que septiembre es para nosotros los mediterráneos el peor mes del año para las buenas intenciones. Un mes de transición que oculta en su frondoso calendario de días las más inusitadas sorpresas. Puede ser que haga un calor “desproporcionao”, expresión que el joven Javi traduce como “que te cagas que te pees”. Pero puede ser también, o al mismo tiempo, que la casa se llene de visitantes y, como entenderán, en esas condiciones no hay forma de meditar las buenas intenciones. “Todo es posible en Granada”, dice un refrán que seguro se refiere a acontecimientos trágicos y que para el caso que tratamos es sinónimo de sorpresa.
            Mis buenas intenciones tendrán que compartir trinchera con las de Roque, empeñado como todos los años en perder peso, caminar mucho, levantarse temprano y mil asuntos que, como suele repetirme, “forman parte de sus derechos humanos”.
            Distintas tareas de transición impedirán, además, ocupaciones de mayor calado intelectual: la maldita parra que a punto está de invadir la cocina; el traslado de plantas de un sitio para otro, guardar la ropa de verano y todos sus estragos en forma de bañadores, toallas, sandalias, cambiar la ropa de las camas… Resulta un verdadero tormento vivir en el mundo subdesarrollante con cuatro estaciones anuales.
            Este verano, de todos modos, ha resultado bastante especial para bien y para mal.
            La Sierra de Parapanda, “pan dará”, según la leyenda sobre su origen etimológico, ha disfrutado de un verano que le hizo recordar aquellos tiempos en los que Aixa, la madre de Boabdil, ocupaba su residencia en la alquería de Íllora. Este verano no han desaparecido los neveros y ella, Parapanda, ha podido disfrutar en la distancia contemplando las garras de hielo banco sobreviviendo en las alturas de Sierra Nevada.
            Las sandías procedentes del infierno de El Egido crecieron infectadas y tuvieron que ser arrojadas a los estercoleros, convertidas en amorosa cuna para insectos y plagas. Esas sandías, teñidas de sangre por la sobreexplotación de miles de trabajadores llegados en pateras, se declararon en huelga y se hicieron incomestibles. Frente a ellas, ya decapitadas, pudimos disfrutar de otras sandías, las de siempre, cultivadas sin plásticos, con pepitas, como Dios manda, caras al principio y baratas al final de la temporada.
            Jon ha regresado a Nafarroa después de su prisión preventiva decretada por el superjuez Garzón. En el pueblo de Arriba la familia Gorriti sigue recibiendo amigos y compartiendo con ellos palabras y bebidas fraternales. Cuando llamaron por teléfono pude hablar con Jon, el jovencito barbilampiño que habíamos conocido años atrás, tímido, de pocas palabras. Tomé el teléfono un poco asustada porque una cosa es escribir cartas y otra enfrentarse a una conversación pero ésta fue “desproporcioná” y creo que ambos pudimos comprobar que ya para siempre existirá una química especial entre nosotros. Estamos tan poco habituados a la ternura que hemos olvidado sus efectos devastadores.
            El verano termina para mí con la constatación de una derrota sin paliativos. Casi a punto de llegar a Ayacucho –entiéndase a la batalla de igual nombre-, mi corazón se negó a seguir sufriendo y cerré el libro. Mi amor por Bolívar se ha convertido en algo tan desmesurado que me niego a compartir de nuevo la derrota final. Que Sucre haga lo que le salga de los güevos, que Manuela siga provocando a diestro y a siniestro, que el Libertador levante la pena de muerte a Santander por su complicidad en el intento de asesinarlo, que siga tosiendo cuanto quiera, que delire de fiebre y de proyectos…¡Que se vayan todos al carajo!
            Hasta aquí llego y tiro la toalla y me digo: - ¡Al infierno, también, las buenas intenciones! Mejor será dejar las cosas como están. Para qué luchar contra la realidad de que cada mañana al levantarme no podré hacer nada hasta que me haya fumado varios cigarros y bebido varias tazas de café. Por qué oponerme con intransigencia a la necesidad de estar pegada al ordenador hasta altas horas de la madrugada; por qué suprimir las conversaciones en el gineceo con mis vecinas; por qué renunciar al clima que crea alrededor de la mesa la botella de vino que se comparte… al final, el mejor antídoto contra las buenas intenciones se despierta disfrazado de esperanza. Esa es la solución: sustituirlas por esperanzas será la mejor medicina. Y como una esperanza es algo tan complejo y tan concreto, no tendremos tiempo de seguir pensando en entelequias.
            Esta que suscribe seguirá soñando cada mañana en que el indio taíno se acuerde de enviarle “besitos y ojitos” desde cualquier rincón de la República Dominicana, por ejemplo.

Primera semana de septiembre de 2001


La Loca Manuela granadina

4 comentarios:

  1. Estaba completamente descolocado, sólo al final me he dado cuenta de que era de 2001.
    ¡Como pasa el tiempo!
    Abrazos fuertes de un librepensador

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  2. Sí. Estoy revisando muchos materiales que tengo y que fueron escritos, en su día, como texto directo de correos electrónicos que enviaba. Un abrazo, Roete Rojo

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  3. Roeterojo, muy buenas las reflexiones. Aquí en la Provincia Oriental sigue el frío aunque amainando.
    Creo que de buenas intenciones vivimos todos, aunque de éstas esté empedrado el camino al infierno. Un obra de teatro"Sopa de pollo con cebada" terminaba "si no peleás te vas a morir", lo decía una madre militante a su hijo a punto de claudicar.
    Cómo extraño Granada !!
    Un abrazo

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    1. Pues, Granada, querido oriental, te está esperando siempre. Para que la sarna te pique de verdad, te cuento que mañana nos vamos a la cueva Helena, en los Ventorros de Alhama... te añoraremos... y no es coña, un abrazo, Roete Rojo

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