Dedicado a Doña Elisa,
quien me contó la historia una tarde de invierno.
I. Todas las mañanas se parecían a la anterior. Sobre el
pueblo había caído una lluvia de desesperanza que no se aminoraba con el paso
de las estaciones del año. Ni siquiera los niños podían sustraerse a la
desgracia colectiva, quizás el hambre los apartaba de los juegos y de los
sueños infantiles.
Los hombres que quedaban se dirigían
cansados, malnutridos y peor vestidos hasta el abrevadero de la
Plaza del Ayuntamiento, presintiendo que tampoco ese día
encontrarían cómo ganarse un jornal para echar en la olla familiar cualquier
cosa.
Eusebio cruzó el patio de su casa para
dirigirse al establo y echar una ojeada a las ovejas. En medio de la tragedia
que todos los habitantes del pueblo estaban viviendo, él no había salido mal
parado. Era demasiado joven cuando estalló la guerra, apenas un gañán
analfabeto al que un maestro empezaba a mostrar las primeras letras cuando cada
tarde regresaba con el ganado de su familia.
Ahora ya era un hombre que pretendía a
una de las mozas más delgadas del lugar. Todo el mundo hablaba bien de él, alto
y guapo, sorprendía por su gracia natural y sobre todo por su bondad.
Discretamente, haciéndose el distraído, dejaba que la mejor oveja del rebaño se
parara en las casas donde sabía que el hambre arreciaba y hacía llorar a un
niño sin consuelo.
- Estrella, le decía a la oveja cuando
regresaba hasta sus piernas, tus tetas son las más santas del lugar.
Aquella mañana, al pasar por el casino,
volvió a encontrarse con el niño lazarillo que una vez a la semana llegaba
caminando desde Pinos Puente, acompañando a un abuelo ciego. Pedían algo para
comer, “un algo por el amor de Dios”. No siempre la suerte les tendía una mano
y en bastantes ocasiones, un desprecio o un insulto eran toda la cosecha recogida. Pero cuando algún
mendrugo era depositado en el morral del lazarillo, tras las bendiciones y las
gracias, ambos, ciego y niño, comenzaban el camino de regreso haciendo cruces
para que Antonio estuviera aún trabajando en la almazara y, a hurtadillas del manijero, les dejara mojar los
mendrugos en la cántara del orujo.
La imagen siempre lo desalentaba,
cubriendo sus ojos de una tela invisible de desesperación y rabia. Tanto, que
intentaba evitarla, huyendo de ella como de las malas hierbas del campo, a las
que conocía tan bien como a la palma de su mano.
II. Algo pasaba en el casino, Eusebio
estaba convencido. Corrillos de hombres, acodados en la barra, mantenían una
conversación a media voz. Por más que él era de los pocos que podían entrar al
bar del Casino de Labradores sin ser un capitoste, prefirió seguir caminando
como si nada nuevo estuviera pasando. Seguro que en cualquier taberna del
pueblo le darían parte de lo que ocurría.
Atrás habían quedado los tiempos en que
las noticias eran comunicadas todos los días, a través de “María la Loca”. María,
vecina del barrio de la Vega ,
había enloquecido, según era de dominio público, por culpa de la letra escrita.
Todos los días, puntual como un reloj suizo, se presentaba en el Mercado
Municipal con los periódicos y con los restos de periódicos que quedaban
huérfanos sobre los asientos del tranvía y que ella recogía con verdadero amor.
Antes de salir de casa repetía a diario el mismo ritual: se atildaba el
pelo y cogía unas lentes sin cristales pero que a su entender le proporcionaban
un aire intelectual. Leía las noticias de modo perfecto, poniendo énfasis en lo
importante, pasando rápido por lo baladí,
con sordina los anuncios por palabra, con dramatismo las esquelas mortuorias,
etc. El repertorio de noticias diarias era leído con rigurosidad en el Mercado,
la Plaza del
Ayuntamiento y en el secadero de tabaco situado en la calle de los Cedazos.
Todos podían pues estar informados si querían.
Esa era la locura de María, mujer a la
que la mayoría respetaba por la función social que cumplía y que los señoricos despreciaban llamando loca y a
la que llegaron a odiar en los días de la República ya que a través de sus lecturas
diarias se daban a conocer las decisiones del nuevo Gobierno que afectaban a
los jornaleros y a los trabajadores en general.
Desapareció un día sin dejar rastro o sin
que nadie se atreviera a buscar su rastro. Alguien llegó a murmurar que la
habían visto arrastrada por dos guardias civiles entrar en el cuartel; otros,
que apareció ahorcada en un olivo tras la pena de comprobar que habían
desaparecido los periódicos y los restos de periódicos de los asientos del
tranvía. Su locura se convirtió en leyenda amada y guardada con candor dentro
de los hogares humildes.
Eusebio añoró la presencia de María al
pasar por el secadero. Cuando era zagal la había escuchado muchas veces. Si las
cosas no hubieran resultado como fueron, ahora ella estaría informando a todo
el mundo la novedad del día, sin necesidad de ir a gastar unas monedas a la
taberna más próxima. Mas a estas alturas de la vida el pasado nada significaba
pues su mero recuerdo era un riesgo que nadie se atrevía a correr. El pasado
dejaba de tener sentido en la medida en que no podía ser compartido; guardado
en el corazón de cada quien había acabado convirtiéndose en una fístula
infectada que amenazaba con gangrenar el organismo entero.
III. La taberna del “Niño”, como cabía
esperar, estaba más animada que cualquier otro día de la semana. Juan de Dios,
el dueño a quien todo el mundo llamaba así, “El Niño”, intentaba que el aire
espeso que se respiraba en el pequeño local se despejase, contando con
desparpajo las anécdotas narradas un rato antes por los arrieros.
Cuatro hombres jugaban al dominó en la
única mesa existente. Desde el urinario se filtraba un fuerte olor que
reclamaba lejía... En la barra, tres payos
y dos gitanos parecían estatuas de sal, sin atender al monólogo del Niño,
absortos en sus propios pensamientos.
- Ponme un chato, Niño. Fue el saludo de
Eusebio.
A pesar de ser mucho más joven que la
mayoría de los presentes todos lo respetaban y querían a su manera. Envidiaban
su posición y sus recursos no debidos a malas artes, sencillamente la suerte
tan mezquina en aquellos tiempos le había sonreído y su esfuerzo personal hacía
lo demás. Sabía guardar un secreto como nadie, era discreto por deformación
profesional, tantas horas al día yendo y viniendo con la sola compañía de sus
ovejas. Siempre solo, subiendo y bajando montes, de su antigua imagen de gañán
apenas quedaban huellas. Era presumido el Eusebio, quien cuidaba todas las
madrugadas su aseo y su aspecto, olvidándose de cuál era su profesión o quizás
convencido de que la misma no era motivo para descuido personal. Lo más
característico de su atuendo de trabajo era un extraordinario sombrero con el
que protegía su cabeza de pelo rizado durante todos los meses del año. Según el
estado de ánimo que lo acompañara, solía adornarlo, utilizando como sostén la
cinta que rodeaba la copa, con una ramita de romero o de tomillo, o con
cualquier florecilla que llamara su atención. Tiempo tenía de sobra para elegir
el amuleto que lo librara de las sorpresas que le podría deparar el camino.
Había que saber esperar, era cuestión de
tiempo que saltara la liebre y alguien diera pie a contar la novedad.
Las estatuas de sal perdieron la rigidez
y cobraron movimiento. Una de ellas se acercó a la puerta abatible y sacó la
cabeza para comprobar el tiempo que hacía afuera y escupió sonoramente sobre la tierra. Con semejante
gesto lo único que pretendía era certificar “que no hubiesen moros en la
costa”. El Niño colaboró metiendo ruido, arrastrando unos tablones que siempre
tenía a mano para evitar que el agua de la lluvia entrara en el local y acabara
de descomponer la mil veces reparada puerta de hierro. Nadie criticó la
aparente estupidez del esfuerzo que realizaba, puesto que no había amenaza de
lluvia, cómplices de la estrategia.
- Eusebio, le reclamó uno de los
jugadores de dominó, ¿has visto a los forasteros que llegaron hoy al pueblo?
Ante el silencio de Eusebio, su manera
personal de responder que nada sabía sobre dichos forasteros, otro continuó:
- Una familia de maileños, un
hombre y una mujer enlutados.
- Los dos son castellanos, recalcó uno de
los gitanos acodados en la barra.
Con el calificativo de maileños se
denominaba con no poca intención despreciativa a la gente que procedía del
pueblo granadino de Montefrío, próximo a la provincia de Córdoba y, por tanto,
con un habla seseante tan distinta al ceceo de la Vega de Granada. Al oído de
la gente de la Vega ,
los de Montefrío hablaban fino, como si fueran de Madrid, de aquí el origen del
apodo generalizado.
- Andan haciendo preguntas, afirmó un
tercero...
- Pues si buscan trabajo, lo tienen
claro, dijo Eusebio para iniciar su participación en el juego de frases a
medias.
Por aquellos años era frecuente que
familias enteras de Montefrío llegaran, espantadas por la miseria y la falta de
trabajo, hasta los pueblos de la
Vega tan cercanos a la capital. No era un fenómeno nuevo pero ni qué
decir que se había agudizado en los últimos años, provocado por la sumatoria de
escasez y represión. Las revueltas campesinas de Montefrío habían hecho acto de
presencia regular desde que el pueblo dejara de ser la última frontera de
Al-Andalus. La revuelta más próxima en el tiempo, la ocurrida en 1934, como en
tantos otros pueblos de la provincia.
- ¡Qué pollas van a estar
preguntando por trabajo!, exclamó otro jugador de dominó. Bajó la voz y miró
directamente a los ojos de Eusebio: - Vienen buscando a un hijo.
Las cartas estaban echadas, todos jugaban
desde ese momento al mismo juego, cuyas reglas conocían a la perfección.
El hijo del que se hablaba no se había
perdido de cualquier manera, no había abandonado el hogar familiar después de
robar a la novia o buscando fortuna, no se trataba tampoco de un loco de esos a
los que les da por coger una ruta y no
saben regresar. De haberse tratado de uno de esos casos, la noticia se hubiese
propagado con toda legalidad, sin tener que ser reconstruida a base de
complicidades y de pequeños fragmentos que poco a poco iban cobrando cuerpo de
rompecabezas en plena clandestinidad.
La familia enlutada venía siguiendo el
rastro de un fusilado.
IV. Nada pesa más que la impotencia. Cuando
esta se convierte en el único alimento durante años, la saliva adquiere un
sabor terroso que entumece la garganta, las piernas pesadas se incapacitan para
ir a cualquier parte, el corazón se convierte en una máquina ajena que no
responde más que a sus propios impulsos y sigue con su tic-tac absurdo, al
margen de la voluntad humana rendida ante tanto horror. Pero, ¿cómo frenar el
caudal del dolor humano y del amor humano?
Que nos tapen los oídos bajo amenaza de
muerte no puede impedir que sigamos oyendo; que nos escupan en la cara no puede
impedir que sigamos añorando las caricias de una madre. Amordazados, sepultados
en el fango, hambrientos y olvidados nos dejaron para que, ahora sí, todos
muramos de asco.
Eusebio calló para sí estas reflexiones y
preguntó severo:
- ¿Y desde cuándo lo buscan?
El Niño dejó de revolver de un lado para
otro los tablones y mirándolo triste, con sus enormes ojos redondos de sapo,
contestó:
- Ni siquiera saben dónde fue apresado,
tan sólo que era miliciano. Siguen su pista como perros de caza, de pueblo en
pueblo. Alguien debió confesarles, por piedad o por quitárselos de en medio o
por simple mala leche, que acabó aquí. La última noticia que tuvieron de él se
remonta a más de cuatro meses.
¡Cuatro meses! Más de ciento veinte días
con sus noches y negras madrugadas, llenas de silencios tenebrosos, sin besos
ni amores, los ánimos sobrecogidos esperando escuchar, de nuevo, los disparos
contra las tapias del cementerio. Cómo saber de aquel fusilado con nombre y
apellidos concretos pero desconocidos, cuando no era posible saber ni el
paradero de los últimos desaparecidos del pueblo.
Muchos hombres del lugar pudieron escapar
del pueblo, “zona nacional” desde el golpe del 18 de julio, aprovechando la
cercanía de las líneas del frente de guerra, salvándose de la terrible
represión que se desencadenó desde el primer momento, corriendo luego distintas suertes; unos
murieron durante la guerra, otros pudieron escapar a las sierras y seguir con
las armas en la mano, otros consiguieron salir fuera del país, muchos acabaron
presos y otros, también, fueron fusilados en distintos lugares, la mayoría en
la provincia de Sevilla. Familias enteras habían desaparecido de forma
violenta; mujeres solas tuvieron que dejar que se llevaran a sus hijos pequeños
a los orfanatos de
los que en muchos casos huían y eran vueltos a llevar..., niños repartidos por
los cortijos de la zona donde trabajaban de sol a sol por un plato de bazofia para que no murieran del
hambre... Mujeres tristes que rezaban para que el vientre se les secara para
siempre, por no poder olvidar a “Carmela la Panaera”, asesinada brutalmente, en presencia de sus hijos
menores.
Todos guardaron silencio en la taberna,
esperando que Eusebio pudiera aportar alguna pista que permitiera seguir
especulando. La espera no era fortuita, si alguien tenía el macabro privilegio
de saber algo, ese era Eusebio quien, al salir bien de mañana con las ovejas,
subía por el camino del cementerio, bordeando las tapias hasta llegar a la
parte más alta de la
cañada. En este ritual mañanero había conseguido entablar
conversación en varias ocasiones con la familia gitana que habitaba la pequeña
choza a la entrada del camposanto. Gente
hosca y asustadiza que no se prodigaba en palabras ni en saludos..., motivos
tenían para sentirse asustados. Habían llegado al pueblo nada más finalizar la
guerra y entre temores, necesidades y amenazas, aceptado el trabajo de
enterradores, a cambio de poder vivir al resguardo interior de las tapias del
cementerio.
Eusebio movía negativamente la cabeza, ni
siquiera en el supuesto de que el enterrador estuviese por contestar alguna
pregunta concreta, a cambio de leche o queso, sería posible averiguar nada.
El Niño siguió motivando el interés de
Eusebio:
- La cosa es que no podrán merodear mucho
tiempo más haciendo preguntas; ya estuvieron en el Ayuntamiento, en la Parroquia,
en el Juzgado de Paz..., a media mañana, los civiles les estaban presionando
para que abandonaran el pueblo. Dicen que se han refugiado en una cueva del
camino de las canteras. Igual mañana han desaparecido para evitar mayores...
- ¿Y qué pollas puedo hacer yo?, contestó
Eusebio un poco molesto. ¿Cómo identificarlo? ¿Acaso era cojo o le faltaba un
brazo? En cuatro meses, por lo menos en doce ocasiones se han oído los
disparos...
- ¡Coño!, Eusebio, dijo el Niño, no te amosques
que la cosa no va contigo.
De nuevo reinó el silencio. Unos pasos
ligeros se oían en la calle.
La puerta abatible se movió hacia adentro, dando paso a la Josefa que entró como una
exhalación. Llevaba en la mano una
botella vacía, simulando que iba a la taberna
a comprar un cuartico de vino
blanco.
- ¡Por los clavos de Cristo!, gritó
espantada. ¡Si hoy no me muero del susto es que tengo más vidas que un gato!
Hablaba de forma atropellada, apenas si
podía sostener la botella en la mano del temblor que la sacudía. ¿Qué espanto
podía tener así a la mujer con más riles del pueblo?
- ¿Habéis visto a los forasteros?,
continuó Josefa. La mujer se ha escondido en los olivos esperando a que
saliéramos de trabajar de la remolachera, parecía una urraca tan enlutada y con
el pañuelo negro cubriéndole la cabeza. Haciéndonos señales ha llamado nuestra
atención y varias del pueblo nos hemos acercado a ver quién era. ¡Por la Virgen de la Angustias , Niño! ¡Jamás
he visto una cara como la suya! ¡Si la sientan en un altar le quita el puesto a
la Dolorosa !
- ¡Déjate ya de cristos y de vírgenes,
coño! Y cuenta lo que sabes que nos tienes en ascuas, le dijo el Niño.
- La cosa es que no sabíamos qué pensar.
No era una puta porque no era la hora en que salen los hombres de la fábrica. Al acercarnos
a ella sacó de la faltriquera una fotografía de un
muchacho vestido de domingo, muy apañaico. Este es mi hijo Manuel, nos
explicó, nos han dicho que lo trajeron preso a este pueblo y no sabemos qué ha
sido de él, desde hace cuatro meses nada sabemos. ¿No lo vieron?, nos
preguntaba suplicante. Si lo han visto no han podido olvidarse de él, mira de
una manera rara, el pobre tuvo de niño un percance en el campo, por más que
hicimos perdió el ojo derecho y desde los quince años lleva uno de cristal.
¡Por el amor de Dios!, si son ustedes madres sabrán por lo que estoy pasando...
¡Díganme que lo han visto!, ¿Se fijaron en su ojo de cristal?
Las mujeres han intentado consolarla
diciéndole que seguro la información que les dieron no era de buena ley y que
el muchacho estará refugiado en cualquier sitio o habrá conseguido escapar. En
nada podíamos ayudarla y como seguía hablando del ojo de cristal más de una se
ha puesto a llorar y a maldecir... Yo he llegado a mi casa hechica
polvo, no me puedo sacar el ojo de cristal de la cabeza... ¡Hijos de puta!
V. Eusebio se puso blanco como el mármol
y corrió al urinario a vomitar. Todos comprobaron que el chato de vino estaba
intacto en la barra junto al sombrero. Tantas cosas se habían vivido que ya
nadie se sorprendía de casi nada. Si el Eusebio se había descompuesto al
escuchar a la Josefa ,
no era porque fuera poco hombre sino porque hay veces en las que hasta el más duro necesita utilizar una
válvula de escape para no reventar. Guardaron silencio por respeto al Eusebio,
arcadas y sollozos salían confundidos de su garganta. Al salir, cogió el
sombrero con mano firme, se bebió el vaso de un solo trago, dejó unas monedas
sobre el mostrador y les dijo con voz segura:
- ¡Por la madre que me parió que esto no
se queda así! Josefa, encárgate tú de que la mujer enlutada me espere de
madrugada detrás del cementerio.
Nunca podría olvidarlo. Hacía justo cuatro
meses. Era martes y primero de mes. Estaba seguro porque el día anterior había
ido en su busca un tratante de ganado con el que había cerrado un buen negocio
y los dos habían acabado un poco alegres después de celebrarlo con varias
invitaciones en el Casino de Labradores. Hasta la Elisa , esa moza a la que
pretendía, se había dado cuenta cuando a
media tarde él se pasó por su casa para
platicar un ratico y preguntarle cómo
había pasado el día. Ella, melosa pero desconfiada, le había dicho de buen
talante:
- Anda, Eusebio, que hoy no sabes lo que
te dices, que vienes achispao.
Al día siguiente se levantó de buen
humor, era un hombre que no tenía malas copas y jamás perdía la compostura. Había
pasado la noche durmiendo como un tronco bajo los efectos del alcohol. Su madre
estaba ensimismada y seria. – Tampoco llegué tan borracho, se dijo para sí
Eusebio, malinterpretando la actitud de la madre. Para romper el
hielo, la abrazó por la cintura y le plantó un beso sonoro sobre el pelo
canoso. Ella volvió el rostro y le clavó una mirada de censura:
- Pero, hijo, ¿cómo puedes estar de tan
buen humor después de la noche de disparos que hemos tenido?
- Perdone, madre, contestó, ya sabe usted
cómo llegué anoche... nada he sentido, se lo juro.
Hacía mucho frío y cuando salió con las
ovejas procuró no separarse de ellas protegiéndose con el calor que el rebaño
producía. Al pasar por las tapias del cementerio, como siempre que se habían
oído disparos, buscó con la mirada las huellas mudas de la tragedia. Además
de nuevos impactos sobre las tapias, en ocasiones encontró un botón o un jirón
de ropa que guardaba en el bolsillo para luego “darle sepultura”; era una
superstición para él, si aquellos pequeños fragmentos se guardaban, pensaba, de
alguna manera el crimen no quedaría impune.
Observó el terreno con inquietud y
avergonzado por su pesado sueño. El escarchazo mantenía aún visibles y
congelados algunos restos de sangre sobre la tierra. Comenzaba
a amanecer para él un nuevo día que había sido el último para aquel puñado de
hermanos anónimos. De pronto, algo que brillaba llamó su atención. Antes de
agacharse para recogerlo lo inspeccionó con la punta de la garrota sin llegar a
identificarlo. Al poner el objeto sobre la mano izquierda quedó paralizado de
estupor. ¡No podía ser verdad!, lo que tenía en su mano no era otra cosa, ¡que
un ojo de cristal! Lo guardó en el puño y metió temblorosa la mano en el
bolsillo del pantalón. La mano le quemaba mientras temblaba de frío.
Las ovejas presintieron que algo extraordinario
pasaba. El perro las dirigía de un sitio para otro sin lanzar ni un solo
ladrido. Si la tierra se hubiese abierto en ese momento, como cuando el
terremoto de Alhama, Eusebio no habría pestañeado. El sol comenzaba a calentar
y las botas se le hincaban en la tierra húmeda por la escarcha. Caminaba
contando los troncos de los olivos. Al llegar a Los Morrones se detuvo y
observó el paisaje de la Vega ,
con sus colores invernales, las chimeneas de las fábricas arrojando humo, el
olor de la jámila lo envolvía como una segunda piel devolviéndolo a la vida. Chifló al perro
y este corrió hasta sus pies, lamiéndole las manos.
De regreso tomó una decisión: el ojo de
cristal no se separaría jamás de él. Lo sacó sin escrúpulos del bolsillo y lo limpió
con su pañuelo. Se quitó el sombrero y escondió el ojo de cristal bajo la
cinta, deformando la tela hasta señalar un hueco y apretando luego el lazo hasta que quedó bien sujeto. Al llegar
a casa, pensó, veré cómo lo afirmo para que no se mueva. Al colocarse de nuevo
el sombrero sobre la cabeza tomó conciencia de cuánto pesaba, el sombrero jamás
volvería a ser el mismo.
Nunca podría olvidarlo. Hacía justo
cuatro meses. Era martes y primero de mes. Estaba seguro porque el día anterior
había ido en su busca un tratante de ganado con el que había cerrado un buen
negocio…
VI. Después de todo lo ocurrido en la
taberna, Eusebio pasó la noche inquieto. No saber si los forasteros continuaban
en el pueblo o si la Josefa
habría podido localizarlos, le quitaba el sueño. Había puesto el sombrero sobra
la almohada y en los sobresaltos del duermevela
le parecía que el ojo de cristal palpitaba como un corazón.
Se levantó más temprano que ningún día,
aún la madre no había encendido el fuego cuando acababa de afeitarse. Preparó
una talega con pan, queso y tocino salado y llenó de vino una bota; también guardó
dentro un paquete de picadura y una cajetilla de papeles para liar tabaco.
Tenía la impresión de olvidar algo importante. Rebuscó en la memoria y acabó
echando una navaja.
Salió satisfecho con sus ovejas cuando
aún era noche cerrada. Hombre y animales caminaban deprisa para no llegar tarde a la cita. En los primeros
olivos unas sombras lo esperaban. El Eusebio chifló al perro dándole órdenes
precisas. Las ovejas rodearon a las sombras.
- Buenos días tengan ustedes, dijo a la
pareja enlutada.
Parecían dos perros canijos y temerosos.
El hombre contestó al saludo de Eusebio quitándose la boina y haciendo un gesto
con la cabeza.
- Creo que tengo algo que ustedes están
buscando, prosiguió Eusebio.
El rostro de la mujer se iluminó por unos
segundos y Eusebio pudo comprobar que
era más joven de lo que aparentaba momentos antes. Bajita, fibrosa, la
piel de la cara endurecida por el trabajo se acompañó de una sonrisa
esperanzada y agradecida. Ya no era La Dolorosa que había descrito Josefa el
día anterior.
Eusebio se quitó el sombrero y deshizo el
lazo con cuidado, sacando el ojo de cristal que entregó con primor a la mujer
enlutada. Ella lo tomó con las dos manos y permaneció ensimismada algunos
minutos. Luego, lo envolvió cuidadosamente y se lo metió entre los pechos. Su
hijo volvía a estar seguro y nunca más se apartaría de su lado.
- ¡Dios lo bendiga!, dijeron al unísono
el hombre y la mujer enlutados.
Eusebio les entregó la talega con timidez,
temiendo que pudiera ofenderlos o rompiera el hilo de sus sentimientos. Ellos
la aceptaron con naturalidad y reiniciaron su camino, volviéndose de vez en
cuando para despedirse de aquel hombre, cuyo nombre no llegaron a saber pues
las preguntas sobraban y saber las respuestas podría ser riesgoso en un futuro
incierto.
Eusebio estuvo tentado de decirles que
los esperaba una vez al año, tal día como aquel, en el cerro del Lucero, a mitad de camino, pero llegó a la conclusión
de que aquel compromiso podría ser demasiado para una familia de tan escasos
recursos.
Durante el resto de la jornada estuvo
meditando sobre la conveniencia o no de compartir lo ocurrido con Elisa. Al fin
y al cabo, estaba loquito por ella y en pocos meses sería su esposa. El sólo no
podría soportar el peso del sombrero y de la memoria durante toda la vida.
Cuando llegó a verla al final del día,
con su sonrisa limpia y su mejor atuendo, Elisa lo miró con picardía. Aquella
mujer conseguía incendiarle el corazón, las manos se le iban sin querer
buscando su cuerpo delgado.
- ¡Quieto, Eusebio, que pareces un
pulpo!, solía decirle al mismo tiempo que le guiñaba coquetamente.
Se sentaron uno frente al otro junto a la
chimenea y, a media voz, Eusebio le narró emocionado todo lo ocurrido. La
suegra hacía la vista gorda, dejando la puerta del patio abierta, para que conversaran tranquilos, mientras
limpiaba el chotico que el Eusebio le
había traído de regalo. Total, pensaba la mujer, mientras estén hablando, no
tengo nada que temer.
- Hiciste bien, Eusebio, y estoy
orgullosa de ti. Serás un buen padre para mis hijos, sentenció con orgullo
Elisa.
- ¿Sabes una cosa, Elisa?, le preguntó.
Quiero que me hagas una promesa: que la
verdad no se perderá por nuestra culpa, que la conservaremos y cuidaremos como
parte de nuestras vidas, que nuestros hijos la sabrán de nuestros labios y que
al primer varón que nos nazca, le pondremos el nombre de Manuel.
- ¡Eso está hecho, Eusebio!, contestó
ella, comiéndoselo con la mirada.
Y entonces fue cuando se produjo el
último milagro del día. La madre de Elisa comenzó a machacar unos clavos de
olor en el almirez. Coyuntura clave que los novios aprovecharon para besarse
con pasión.
Por esas cosas que el terror generalizado
no pudo controlar, la innata solidaridad entre los humildes, pasados algunos
años, en el barrio más pobre de Montefrío, en el Barrio Alto, muchos niños
llamados Eusebio corrían por las calles.
Eusebio y Elisa sólo tuvieron hijas.
Roete Rojo
Relato finalista del I Certamen de Narrativa
Breve Sobre la Recuperación de la Memoria Histórica , Córdoba, 2006.
buenazo me gustó mucho
ResponderEliminarMuchas gracias por tus comentarios aunque sean breves. Por la ciudad del desamparo llevabas una semanita con un calor de cojones. Besos, Roete Rojo
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